El “sabotaje” y los zuecos
El día del apagón se descartó de inmediato la intención de hacer daño, pero con los trenes ocurrió al revés


Les sorprenderá a ustedes que el término “sabotaje” tenga algo que ver con los zapatos. Pero quizás no tanto si hablan catalán. En esa lengua también nuestra, al zapato se le llama sabata, vocablo ya más parecido al término usado el pasado 5 de mayo por el ministro de Transportes, Óscar Puente.
El origen primigenio de “sabotaje” se considera incierto, pero los especialistas ven clara la relación entre el occitano sabata, el francés savate, el italiano ciabatta o el árabe vulgar sabbât. La palabra española estaba presente ya, con otra grafía, en el Cantar de Mio Cid (hacia el año 1200), la primera obra literaria en castellano. En ella se daba cuenta de lo que calzaba Rodrigo Díaz: “… vnos çapatos que a grant huebra son” (“huebra” viene a significar aquí “trabajo”: zapatos muy trabajados).
Pero, según el Diccionario crítico etimológico de Corominas y Pascual, solo en España y Occitania (sur de Francia) se designa con esa familia de vocablos el calzado común, sin más, mientras que sus gemelos en italiano y francés adquieren un matiz despectivo. Por esta vía aparece en francés sabot (“zueco”), cruce de savate y botte, bota. De ahí sale saboter: “hacer una chapuza”; y más tarde, “entorpecer el trabajo”, sentido que ya se va acercando al del español. El actual savate galo equivale a “zapato viejo” y a “chancla”; y en lenguaje figurado, a “persona torpe” (no es fácil correr con chanclas ni con zuecos).
Nuestro “sabotaje” lo tomamos a principios del siglo XX del francés sabotage, que ya traía esas connotaciones peyorativas; y las academias del español lo definen hoy como “Daño o deterioro que se hace en instalaciones, productos, etc., como procedimiento de lucha contra los patronos, contra el Estado o contra las fuerzas de ocupación en conflictos sociales o políticos”.
Por tanto, cuando el ministro habló el 5 de mayo de “sabotaje”, tras el robo de 150 metros de cables ferroviarios que bloqueó durante horas a miles de viajeros, comunicaba una intención de lucha política en quienes lo cometieron, no un mero propósito económico. Se basaba para ello en lo que entendía como escaso rendimiento de la operación (unos 1.000 euros, después rebajados a 300) en relación con su riesgo y sus consecuencias; y en que la acción se había ejecutado de forma coordinada en cinco puntos distintos y coincidiendo con el regreso tras un puente festivo.
La investigación determinará, si acaso, el acierto o el error del ministro al calificar los hechos a primera vista. Por el momento, podemos decir que el robo de cables constituyó un sabotaje en su resultado, puesto que produjo un daño para el Estado; pero no (aún) en su intención, que está por ver. Y mientras esta segunda condición no se demuestre, el vocablo “sabotaje” queda en entredicho.
Pero ha sucedido algo curioso: tras el apagón del 28 de abril, se descartó de inmediato la intencionalidad (el ciberataque) sin tener aún la certeza de lo ocurrido. Y con los trenes ocurrió al revés: se afirmó enseguida el sabotaje aunque tampoco hubiese datos seguros al respecto.
Puente había sido rotundo en su tempranero tuit (o equis): “Hemos sufrido un acto de grave sabotaje” (las redes incitan a no dudar). Después lo aclararía en la SER (la radio sí invita al matiz): “Es a lo que apuntan las primeras diligencias”. El Gobierno relegaría luego esa palabra, pero la flecha inicial ya estaba clavada en la opinión pública, por mucho que se moviera el arco que la había lanzado.
Hoy en día, lo vemos una y otra vez, las conjeturas viajan en AVE, pero las verificaciones caminan con zuecos.
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