‘Arrebato’, profecía y testamento del cine español
La obra de culto de Iván Zulueta, sin antecesores ni herederos, es un manifiesto fílmico que sigue desafiando a los directores actuales


Casi todas las obras que encabezan esta lista mantienen un diálogo humano y sensible, casi siempre desprovisto de aspavientos militantes, con un pasado sórdido, marcado por cuatro décadas de oscurantismo. La más audaz es un gesto tan radical como Arrebato, de Iván Zulueta, cineasta maldito y autor de un solo largometraje (descontando Un, dos, tres... al escondite inglés, acreditada a José Luis Borau), que irrumpió en el árido paisaje del cine español como una anomalía, sin precedentes claros ni herederos reconocibles. Era, al mismo tiempo, cine de vampiros y ensayo fílmico, experiencia plástica y aparición queer, artefacto de vanguardia y autorretrato febril.
Incomprendida en su estreno en 1980 —estuvo apenas 13 días en cartel en el desaparecido cine Azul de Madrid—, Arrebato encabeza hoy esta selección, tal vez contra pronóstico. Nacida de la belleza distraída de la plaza de los Cubos y otros paisajes desangelados de un Madrid que entonces se convertía en cuna de modernidad, la película se revela ahora como una especie de umbral. “Rodada en el verano de 1979, marcó simbólicamente el inicio de los años ochenta en una España que comenzaba a sacudirse las sombras del pasado y, sin saberlo aún, a adentrarse en otras nuevas”, confirma Cecilia Roth, coprotagonista de la película junto a Eusebio Poncela, durante una gira teatral en Uruguay. “Cada vez que veo la película —que no han sido tantas— se adhiere a mí como un órgano más del cuerpo. Eso creo que sucede. Cuando entra en ti, lo hace para siempre, atravesando el tiempo como un tesoro descubierto en medio de la nada. Ahí está siempre, esperando a su próxima víctima”.
De este modo evoca la actriz —que rodó Arrebato con apenas 22 años, dos después de llegar a España— la pervivencia de esta película de culto en la memoria colectiva. ¿Cómo ha terminado en la primera posición de esta lista? Puede que la obra maestra no sea la más perfecta, sino la que consigue decir más cosas durante el mayor tiempo posible. Algo así viene a decir Jaime Chávarri, sentado en la penumbra de su piso en Malasaña. El cineasta, que figura en esta lista por méritos propios como director de El desencanto, también dejó su huella en Arrebato. Íntimo de Zulueta, a quien conoció en la Escuela Oficial de Cine, le pidió prestada La Mata del Pirón, su casa familiar en Segovia, para rodar allí parte de Arrebato.

“Mi madre puso una condición: que se quedaran una semana como máximo. Al final se quedaron cuatro. Nunca se quejó, porque le encantaba Iván”, recuerda Chávarri sobre aquel chalé suizo rodeado de una finca adquirida por su abuelo tras la desamortización del siglo XIX. La casa se convirtió en el escenario de esta historia de apariencia abstrusa, compuesta por una sucesión de flashbacks, en la que un cineasta de serie B se debate entre su adicción al celuloide y a la heroína.
Sería la primera y la última. “Una obra profética y, al mismo tiempo, testamentaria”, dice Chávarri. Después, como es bien sabido, Zulueta no volvió a rodar ningún largometraje. Se retiró a la casa de su madre en San Sebastián, envuelta en una hiedra espesa y protectora, donde murió discretamente en 2009. “¿Qué iba a hacer después de Arrebato, siendo una película tan excepcional en todos los sentidos? Se convirtió en un freno inconsciente. Es una de las grandes tragedias del cine español”, afirma Chávarri.
Para el director, pese a su triunfo en esta lista, Arrebato nunca será una obra de consenso. “No gusta al gran público. Solo conmueve a quienes son capaces de apasionarse de verdad por algo, sea lo que sea, de entender qué significa estar arrebatado”. Más que una película al uso, es un trance fílmico hecho de retazos y ráfagas, en el que se detecta la vanguardia artística del arte pop, la joven herencia de la nouvelle vague y el Nuevo Hollywood —hacer películas menos perfectas, pero más vivas—, algo del primer De Palma y tal vez un destello del futuro David Lynch, al que Zulueta admiró. Arrebato se puede ver en Flixolé y, desde este fin de semana, también en Filmin.
“Cada vez que veo la película, se adhiere a mí como un órgano más. Cuando entra, lo hace para siempre”, dice Cecilia Roth
El cine fue toda su vida. Al director de Arrebato le gustaba tomar metadona no solo para evitar el síndrome de abstinencia, sino por mitomanía: los frasquitos del fármaco con su nombre le recordaban a los que tomaban los bailarines anfetamínicos de All That Jazz. Su adicción a las drogas influyó en el largo bloqueo creativo que marcó su vida posterior, igual que su carácter ermitaño a la hora de trabajar (que no de vivir): le gustaba hacerlo solo, pero no tanto en equipo. “Le costaba más”, concede Chávarri. Arrebato construye una metáfora luminosa entre cine y heroína, dos fuerzas centrípetas que acaban consumiendo a los personajes. “Igual que lo destruyeron a él”, concluye Chávarri, que estos días rueda una película sobre Arrebato como actor y guionista, bajo la dirección de Marta Medina (insistiremos para saber más, pero no dará ningún otro detalle).
Marta Fernández Muro fue otra de las jóvenes intérpretes reclutadas por Zulueta en un Madrid que, como recuerda, “todavía era un pueblo”, en los albores de la Movida. El rodaje fue precario, lastrado por la escasez de fondos —la actriz recuerda que nadie cobró, salvo cuando meses después ganaron un premio— y agitado por un conato de huelga de los técnicos, poco acostumbrados al ritmo lánguido de aquel loco encantador. “Pero no fue una película improvisada ni caótica, eso se ha exagerado”, matiza. “Iván sabía muy bien lo que hacía”. Por el set se dejaba ver Pedro Almodóvar, que deambulaba entre escenas y terminó doblando un breve diálogo de un personaje: el histriónico falsete que se escucha en boca de la hija de Fernando Fernán Gómez, Helena.

Para Fernández Muro, Arrebato no es una obra sobre la droga. “Habla de la adicción, pero no solo a la heroína: también al cine, al arte, al deseo, a la vida”. Existe una lectura casi religiosa: el protagonista, alter ego evidente de Zulueta, persigue un éxtasis continuo. “Habla de vivir al límite y del riesgo que eso conlleva; de qué hacer cuando la realidad cotidiana no basta y necesitas recurrir a otras cosas para encontrar más felicidad. Se dice que es una película difícil, pero yo no lo creo”. Perseguir la trascendencia, detener el tiempo, regresar a la infancia: ahí está, al inicio del metraje, ese cartel de Bambi en la fachada de un cine de la Gran Vía. Después de esa primera experiencia inigualable, torpe pero intensa como el primer polvo, no pudo seguir. “Se atascó”, dice Fernández Muro. “Cuando los que te rodean hacen peliculitas sin peso y tú has dirigido una de la que se seguirá hablando durante décadas pero que pasa inadvertida, ¿qué haces?”.
A Zulueta le gustaba compararse con un salmón que, a pesar de su valentía al remontar el curso fluvial, yerra en un salto y acaba en una zona muerta de la que nunca podrá salir. Cuanto más brutal sea el salto, más terrible será el final. Ese fue el destino del director. “¿Cuánto tiempo podrías quedarte mirando este cromo? Años, siglos, toda una mañana”, dice el diálogo más recordado. Un instante que dura décadas, si se elige la droga adecuada. Un subidón que justifica la resaca del día siguiente. Un pico de éxtasis que, inevitablemente, culmina con un mal viaje.
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