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El infierno del Módulo 8 de la megacárcel de Nayib Bukele: “Nos golpeaban por todo”

Migrantes deportados de Estados Unidos, enviados a El Salvador y devueltos a Venezuela relatan a EL PAÍS cuatro meses de castigos continuos y total incertidumbre sobre su destino

Ángel Bolivar abraza a su madre Silvia Cruz al llegar a su casa en Valencia, Venezuela.Foto: Gaby ORAA | Vídeo: Reuters
Florantonia Singer

A varios de los venezolanos que regresaron del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador a Venezuela les quedaron las muñecas y los tobillos marcados. Estar hincados con las manos atrás o caminar agachados esposados de manos y pies fue parte de la rutina diaria en los cuatro meses recluidos en la prisión salvadoreña, la megacárcel de Nayib Bukele. Allí los envió el Gobierno de Donald Trump recurriendo a una antigua ley contra enemigos extranjeros: una parada infernal en su irregular proceso de deportación desde Estados Unidos.

Sometidos y agachados. Así los vio el mundo entero en los videos difundidos por el Gobierno de El Salvador. Y así estuvieron durante gran parte de su estancia en el Cecot, una instalación impenetrable, construida supuestamente para apresar pandilleros y terroristas en el marco de la guerra contra las maras emprendida por el presidente latinoamericano, que se tradujo en un régimen de excepción en marzo de 2022. Por eso, el 2% de la población adulta de su país está tras las rejas. Los 252 venezolanos son de los pocos que han podido contarlo, aunque cuando llegaron les dijeron que nunca más iban a salir de ahí.

Durante uno de los peores 131 días de su vida, a Ángel Bolívar Cruz, de 26 años, lo sacaron arrodillado de la celda. Lo llevaron al “pozo” (otros lo llaman “el hueco”, otros “la isla”), le dieron patadas en el pecho y le pisaron las manos con las esposas puestas. Le quedó una marca en la muñeca. Luego lo golpearon con una manguera en la espalda y lo dejaron solo en la oscuridad. En el pozo estuvo al menos dos veces. Una, porque se quiso volver a bañar para aplacar el calor con el que se cocinaban a diario por las enormes lámparas del galpón donde estaban recluidos. En otra oportunidad porque participó activamente en una de las dos revueltas que armaron los venezolanos para exigir mejores tratos.

“A todos nos dieron golpes de bienvenida cuando llegamos”, dice Ángel, detenido en Estados Unidos por no tener documentación el 23 de diciembre de 2024 en Dallas, mientras trabajaba como repartidor. “Pero a mí me golpearon demasiado”, cuenta tras su regreso en la ciudad de Valencia, a dos horas de Caracas.

Los golpes podían venir por cualquier cosa. “Estábamos encerrados las 24 horas y la única manera de pasar el tiempo era conversar entre nosotros, pero hacerlo o subir la voz o retrasarse al momento de entregar la taza donde comíamos era motivo de castigo. Por todo nos golpeaban y castigaban”, dice Ysqueibel Peñaloza Chirinos, de 25 años y también de Valencia. El 13 de mayo, los jóvenes presos se rebelaron. Desde sus celdas vieron cómo le partieron la ceja a uno. Empezaron a gritar y echar agua hacia afuera, donde estaban los guardias. En medio de la furia, dos lograron romper los candados y salieron para evitar que siguieran golpeando al muchacho. Los guardias respondieron con perdigones y gas lacrimógeno contra personas encerradas. De eso también tienen marcas en su piel varios de ellos. Con los que se salieron de la celda, luego se ensañaron y recibieron tres días de golpes, recuerda Ysqueibel.

Ludo con tortillas

Los venezolanos estuvieron en el Módulo 8 del Cecot, un galpón en el infierno con 32 celdas donde quedaban encerrados de diez en diez. Estaban mejor que los salvadoreños, que estaban hacinados en grupo de más de 100 en el mismo espacio, según les decían los propios guardias para que se sintieran afortunados. Eso sí, no podían cruzar la línea pintada dentro de sus celdas, a poco más de un metro de los barrotes. Hacerlo acarreaba castigos, pero cuando lo hacían alcanzaban a ver el único claro del hermético galpón que les permitía saber si era de día o de noche.

Darwin Hernández abraza a su hija en Valencia, Venezuela.

Dormían en camas de latón en las que se quemaban del frío durante las noches. Había cámaras mirándolos de forma permanente. Guardias que vigilaban desde arriba y, desde adentro, imponían el silencio. Tortillas y frijoles eran la única comida. Alguna vez recibieron jugo de frutas. Los alimentos los servían presos salvadoreños. “Están como esclavizados”, dice Yeison Hernández Carache, de 25 años, que llegó al Cecot con su hermano Darwin, de 30. “Recuerdo a un señor muy mayor, que era un preso y recogía la basura y ni podía cargar con la bolsa”.

A Yeison también le dejaron una marca en la pierna izquierda. Cuando estaban de rodillas, los guardias solían pisarlos con las botas. Cada día a las tres de la madrugada contaban a los prisioneros, como si fuera posible escapar de ahí. Los obligaban a bañarse. Uno del grupo era designado por los guardias para despertarlos con el grito de baño. Yeison lo hizo varias veces. También tuvo que dar malas noticias: “¡Posición de requisa!”, grita recreando como lo hacía, como si estuvieran en un batallón. Otra vez hincados, para ser revisados y golpeados por hombres encapuchados y armados vestidos de negro.

En medio del estricto orden que se imponía a golpes, también encontraron cómo pasar el tiempo. Darwin convirtió la masa de las tortillas que les daban en dados y con el jabón dibujaron un tablero en el piso para jugar ludo. Tenían biblias. Un día sí y un día no, escuchaban el sermón de un preso salvadoreño que era pastor evangélico.

Ángel está casi completamente tatuado. Su madre, Silvia, que es tatuadora profesional, le pintó gran parte de su cuerpo antes de que migrara en 2023 a Nueva York atravesando medio continente. Yeison y Darwin, en cambio, no tienen. Al Cecot muchos venezolanos llegaron señalados por sus tatuajes, considerados por Estados Unidos como una evidencia de pertenecer a la banda criminal del Tren de Aragua. Para los hermanos, no tenerlos también se volvió sospechoso. “Nos hacían mostrarles las partes íntimas, porque no creían que no tuviéramos”, dice Darwin. Una de las denuncias reiteradas por los venezolanos que estuvieron en el Cecot es que los obligaron a desnudarse, les hicieron fotos y, desnudos, golpearon a algunos. En una comparecencia televisada en cadena nacional, el presidente Nicolás Maduro presentó el testimonio grabado al músico Arturo Suárez, entrevistado por medios oficiales. Dijo que los guardias salvadoreños lo llevaron a la celda de aislamiento, lo golpearon y le bajaron los pantalones a la fuerza para que les mostrara el implante de perla que tiene en el pene.

A pocos días de que Estados Unidos expulsara a los venezolanos a El Salvador, la secretaria de seguridad Nacional, Kristi Noem, visitó el Cecot. “Ella entró al pasillo con un poco de gringos en flux con bolsos y rifles”, recuerda Darwin. “Fue sorpresa, no sabíamos quién era y ella no nos dijo nada y nosotros no podíamos hablar. Teníamos miedo”. Luego fueron visitados por congresistas demócratas. “Se nota que eran unos opositores. Ellos sí se acercaron y nos grabaron y ahí algunos hicimos la seña con la mano de pedir auxilio”. La Cruz Roja entró al lugar dos veces en labores humanitarias. “Yo pensé que nunca más volvería a ver a mi familia”, reconoce Darwin.

Vecinos, migrantes, presos y retornados

Tanto para las familias como para los presos, la negociación entre tres gobiernos fue secreta. Hoy se sabe que incluyó un canje de prisioneros estadounidenses, incluido un convicto, la excarcelación de más de 50 presos políticos y posibles flexibilizaciones a las sanciones petroleras. El día que se concretó, ese viernes 18 de julio, después de un intento fallido a principios de junio, comenzaron a correr rumores y en varias casas del barrio Bicentenario, un sector popular al sur de la ciudad industrial de Valencia, a dos horas de Caracas, empezaron a inflar globos y hacer pancartas para la bienvenida. La llegada inminente fue postergada varias veces. Las teorías iban y venían. Cómo los traerían, cómo avisarían. La señal confirmatoria llegó después de que Maduro lo anunciara la noche de este lunes en su programa de televisión.

Familiares reciben una llamada durante el programa "Con Maduro" del 22 de julio, donde presentó a los jóvenes.

A esta comunidad, de casas construidas por su gente, de abuelas y niños descalzos que pasan las tardes en la puerta de sus viviendas en sillas de plástico, llegaron los hermanos Yeison y Darwin Hernández Carache, Ysqueibel Peñaloza Chirinos y Bruce Contreras Cedeño. Son vecinos desde la infancia, que se reencontraron como migrantes en Estados Unidos, algunos luego de pasar por otros países. Fueron detenidos el 8 de febrero en una redada en Carolina del Norte, cuando probaban unos equipos para grabar un video clip musical. Los enviaron a El Salvador y regresaron a sus casas de madrugada en patrullas del Sebin, el servicio de inteligencia venezolano. Son los azares posibles luego del enorme éxodo de más casi el 20% de la población que ha vivido el país sudamericano.

En el Cecot, se enteraron de que se irían cuando les dijeron que se bañaran bien. “Chele [como en El Salvador dicen muchacho], ya se van”, les dijo a algunos en voz baja uno de los presos salvadoreños que trabajaban en el penal. Ysqueibel resistió los cuatro meses tratando de pasar desapercibido y así se salvó de que lo llevaran al pozo. Ahora, dice, lo más duro de todo lo vivido fue no tener comunicación con su familia los últimos meses. Cuando estuvo detenido en Estados Unidos, su familia gastaba 100 dólares a la semana para que pudiera hacer llamadas y comprar comida en el penal. Lo pudieron ver en el aeropuerto el viernes que aterrizaron, donde una parte de la extensa familia de hermanos, primos, nietos pudo llegar. Llevaban una pancarta que decía “Todos amuñuñados [juntos] por ti”.

A Ysqueibel le pusieron globos en tres casas en Valencia, la de su padre, la de su mamá y la de su abuela Marina, a donde llegó después de estar tres días bajo custodia del Gobierno venezolano, que les hizo entrevistas con pruebas de polígrafo, exámenes médicos y les emitió documentos de identidad. Los Peñaloza son una familia de migrantes. Los abuelos salieron de Barranquilla y Santa Marta en los años en que todos se iban de Colombia. En Venezuela, hicieron su vida y el abuelo heredó al padre al oficio de técnico de refrigeración que también aprendió Ysqueibel con el que se mantuvo en Chile, donde vivió casi cuatro años antes de probar (la más terrible) suerte en Estados Unidos. Esta semana ha vuelto a tomar las herramientas de trabajo con su papá.

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