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Palacio de Justicia
Columna
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¡Cese al fuego contra la memoria, las víctimas y la democracia!

No existe mayor prueba de la desaparición del Estado de Derecho que la destrucción e incineración del Palacio de Justicia en 1985

Familiares de las víctimas que fallecieron durante la toma del Palacio de Justicia por la guerrilla del M-19.

Al cumplirse 40 años del asalto al Palacio de Justicia por parte del comando “Iván Marino Ospina” del M-19 y del atroz desenlace de la operación militar realizada por la Fuerza Pública, no es posible encontrar un hito más representativo de la corrupción del poder político, militar y administrativo del Estado colombiano, así como del extravío terrorista de una organización insurgente.

Por eso, todavía hoy tiene sentido exigir que debe haber un alto el fuego contra la memoria de todas las víctimas y reivindicar la vida de la democracia, pues desde entonces ella se encuentra desaparecida y sigue siendo ultrajada y asesinada todos los días en los cuerpos desaparecidos y las sepulturas anónimas de cientos de líderes sociales y políticos –van 158 asesinados hasta el 16 de octubre de este año, 50 más que las víctimas del Palacio— y de las numerosas comunidades rurales confinadas y secuestradas por grupos armados ilegales, repitiéndose así la crueldad y la inhumanidad de los rehenes atrapados en el baño del Palacio de Justicia.

El pasado presente

Esos cuarenta años no han pasado, están presentes. Por eso más que una conmemoración deberíamos ser conscientes que el fuego todavía arrasa con los pocos vestigios de vida democrática existente. Así lo demuestran quienes todavía están empeñados en no reflexionar sobre los acontecido, sino en acusar y condenar. Invocan la memoria no para construir democracia, sino más bien para socavarla imponiendo su razón e invocando su comprensible dolor y rencor contra quien consideran como el único responsable y culpable de lo sucedido. Para unos, solo el M-19, para otros la Fuerza Pública y el Gobierno. Y en medio de esa refriega y especie de venganza interminable en nombre de la memoria, se niegan hechos incontrovertibles. Entonces la verdad fáctica queda desvirtuada por la verdad interesada de cada una de las partes y el silencio cómplice de los protagonistas, quienes eluden asumir plenamente la responsabilidad de dicha barbarie cometida en nombre de los derechos del hombre y la democracia. De la paz y la estabilidad institucional, de las elecciones y hasta la civilización occidental y cristiana, como le aconsejó el expresidente Misael Pastrana a Belisario Betancur, según lo relata la investigadora Ana Carrigan en su libro “EL Palacio de Justicia. Una tragedia colombiana”: “Por mi parte, lo que está en juego aquí no es simplemente un Gobierno, o un sistema, ni siquiera el futuro de nuestra sociedad, sino todo el sistema de valores que es parte intrínseca de todas nuestras tradiciones y de la civilización cristiana de la cual formamos parte; eso es lo que está en riesgo aquí”.

El Palacio de Justicia durante una ceremonia de conmemoración celebrada en Bogotá, Colombia.

Por eso, es necesario recordar que el M-19 realiza dicha acción terrorista bajo la proclama: “Operación Antonio Nariño, por la defensa de los Derechos del Hombre”, con el propósito de someter a un juicio de responsabilidad política al presidente Belisario Betancur por el supuesto incumplimiento del Acuerdo de Paz. Lo cual, obviamente, es de entrada la negación violenta de los derechos humanos de los civiles inermes que se encontraban en el Palacio. Por eso fue una acción terrorista, de la que incluso se tenía noticia pública que podía realizarse, pues días antes habían sido capturados miembros del M-19 con planos del Palacio de Justicia: “Se descubrió, que días antes de la toma del Palacio de Justicia, el organismo de seguridad del Estado realizó la captura de algunos integrantes del movimiento subversivo que poseían documentos relacionados con los planes de la toma”.

Tampoco existe mayor prueba de la desaparición del Estado de Derecho y la democracia que la destrucción e incineración del Palacio de Justicia, en cuyo frontispicio estaba escrita esta célebre sentencia de Francisco de Paula Santander: “Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán libertad”. No existió retoma del Palacio, sino incineración y demolición del mismo, para que no quedará rastro ni memoria de la sede institucional de la justicia. El Palacio fue desaparecido, como sucedió con un número cercano a 11 personas, cuyo paradero todavía se ignora.

En este caso, sucedió todo lo contrario de lo exaltado por Santader: las armas dieron la muerte acerca de 100 civiles inermes, a un número todavía impreciso de desaparecidos y las leyes se invocaron para impedir su vida y libertad, como lo reconoció el propio presidente Betancur en alocución televisada al terminar el operativo de la fuerza pública: “Esta inmensa responsabilidad la asumió el presidente de la República, que para bien o para mal suyo, estuvo tomando personalmente las decisiones, dando personalmente las órdenes respectivas, teniendo el control absoluto de la situación, de manera que lo que se hizo para encontrar una salida dentro de la ley, fue por cuenta suya, por cuenta del presidente de la República”.

Tanto en el nombre de la operación del asalto al Palacio por parte del M-19, “Antonio Nariño, por la defensa de los Derechos del Hombre”, como en la asunción de plena responsabilidad por parte del presidente Belisario, justificando que “lo que se hizo para encontrar una salida dentro de la ley, fue por cuenta suya, por cuenta del presidente de la República”, encontramos una de las claves más paradójicas de la letal relación entre violencia y legalidad en la ponderada pero inexistente civilidad colombiana. Pues se apela a los Derechos del Hombre y a la defensa de la ley y el Estado para arrasar violentamente con la vida humana, negando así en la práctica que ellos se proclamaron y existen para proteger y promover la vida de todo ser humano.

Es más, incluso hoy se toman decisiones judiciales, supuestamente conforme a la ley, para negar verdades fácticas como la salida con vida del Palacio de Justicia del consejero auxiliar del Consejo de Estado, Carlos Horacio Urán, quien fuera torturado y asesinado, para luego ingresar su cuerpo al Palacio de Justicia, como quedó consignado y demostrado en la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al Estado colombiano por dicho crimen, entre otros más, como la desaparición de la guerrillera Irma Franco Pineda junto a empleados de la cafetería del Palacio.

Mucho menos es posible encontrar una escenificación más dramática y tétrica de la impotencia de la rama judicial, el poder civil, frente a la violenta prepotencia del Ejecutivo y su Fuerza Pública, pues el presidente de la República, Betancur, no atendió la imploración del presidente de la Corte Suprema de Justicia, magistrado Alfonso Reyes Echandía, quien rogó en repetidas ocasiones en forma pública, por varias cadenas radiales, que ordenará el cese el fuego, para evitar el desenlace fatal que hoy todos lamentamos y repudiamos.

A excepción de un protagonista de tan nefasto acontecimiento, como el coronel retirado Luis Alfonso Plazas Vega, quien a la pregunta de la revista Semana: ¿Se arrepiente de algo de lo que pasó en el Palacio de Justicia? respondió: “Esa es una pregunta muy simpática. O sea, ¿usted teme que yo me arrepienta de haber ayudado a rescatar 260 personas de manos de los guerrilleros? ¿Cómo me voy a arrepentir de eso? Que yo me arrepienta de qué en este momento. Gracias a la actuación de nuestras tropas se puede pensar en elecciones el año entrante. ¿Me voy a arrepentir yo de eso? Por favor, me siento orgulloso, pleno de orgullo, y cuando me estaban diciendo a mí que me daban la libertad, si yo reconocía delitos que no había cometido, dije, “esto es lo que tengo para dejarle a mis hijos”. No me arrepiento, me siento orgulloso de lo que se ha hecho”.

De donde uno podría deducir que si las Fuerzas Militares no hubiesen actuado así le habrían dado un golpe de Estado al presidente Belisario y no se habrían realizado las elecciones en 1986 y tampoco se podrían realizar las del próximo año. Pues no cabe la hipótesis delirante, según la cual el M-19 tenía entonces tal respaldo popular que podría haber derrocado a Belisario, liderando una insurrección popular y por eso el operativo militar no podía detenerse y fue de tierra arrasada.

Ceremonia conmemorativa del 40 aniversario de la toma del Palacio de Justicia por el grupo guerrillero M-19, en Bogotá.

“¡Democracia Ar-mada, disparar!”

Más allá del alcance de esa críptica expresión del coronel Plazas, como su famosa respuesta a un periodista “manteniendo la democracia”, cuando se bombardeaba y quemaba el mismo Palacio de Justicia, lo que queda absolutamente claro es que entonces las Fuerzas Militares se declararon no solo tutoras de la democracia, sino que demostraron que solo mediante su fuerza y su violencia sin control, esa flamante e incinerada “democracia y la independencia de las ramas del poder público” podían existir. Eso es precisamente el estado de sitio, la democracia desplazada y sitiada por las armas. En efecto, durante las 28 horas de su actuación quedó claro para todo el mundo que fue el poder militar arrasador, al principio del M-19 y luego de la Fuerza Pública, el que predominó sobre el poder civil e inmoló la justicia y con ella la democracia. Que la imploración de cese el fuego del presidente de la Corte Suprema de Justicia, la voz del derecho y la civilidad, fue acallada con los estruendos de los tanques y sus impactos ingresando al Palacio de Justicia. Que no podía haber una forma más brutal, grotesca y criminal para demoler y luego incinerar la supuesta independencia de las ramas del poder público, que la manera como se hizo la supuesta “retoma” del Palacio. Con razón el expresidente Julio César Turbay señalaba que en “Colombia sin los militares no se puede gobernar”, expresión que ya contiene el comienzo irreversible de la corrupción y la desaparición en la vida social y política de la democracia colombiana, sometida al estado de sitio y la férula del “Estatuto de Seguridad” durante su administración.

De allí que hoy, 40 años después, todavía se continúa hablando y disputando en torno a lo sucedido, su significado y alcance político e institucional, convirtiéndose la conmemoración en una disputa interminable solo para obtener réditos políticos en las próximas elecciones. Las víctimas vuelven a ser revictimizadas y los victimarios, tanto los estatales como los entonces insurgentes, alzan sus voces no solo para eludir sus responsabilidades históricas, sino incluso para obtener más votos, glorificar sus acciones pasadas y promover la deslegitimación absoluta del contrario. De esta forma la memoria de lo sucedido y la dignidad de las víctimas son convertidas en estratagemas para vencer, no para esclarecer lo acontecido y conocer la verdad del horror y el sufrimiento padecido por todas las partes envueltas en esa refriega fatal.

Por memorias democratizadoras

Por eso hay que evitar la corrupción de la memoria de las víctimas e impedir la exaltación de los victimarios, como todo parece indicar que está sucediendo. Si no lo intentamos, entonces no solo el pasado y las víctimas quedarán sepultadas para siempre en la fosa profunda de la impunidad y las mentiras, sino que el presente y el futuro continuarán siendo una proyección y una repetición constante de ese pasado, bajo formas quizás más complejas y engañosas que se adornan con solemnes palabras como la democracia, elecciones y estabilidad institucional. Nada más urgente, pues, que esforzarnos todos en invocar memorias democratizadoras, no encubridoras de lo sucedido. Para evitar que esto último suceda, surge la Fundación Carlos H Urán. Debería ser un propósito en todos los medios de comunicación y en el sistema educativo nacional, reflexionar sobre su responsabilidad en divulgar esas memorias democratizadoras, en lugar de las vengadoras y apologéticas de la violencia, encubiertas bajo el honor militar y una supuesta audacia revolucionaria. Solo así no se repetirá todos los días, en menor escala, otro Palacio de Justicia. Vale tener siempre presente esta afirmación del entonces procurador general de la Nación, Carlos Jiménez Gómez: “En el Palacio de Justicia hizo crisis en el más alto nivel el tratamiento que todos los gobiernos han dado a la población civil en el desarrollo de los combates armados”.

Familiares de las víctimas sostienen una caja de luz durante una ceremonia conmemorativa en el Palacio de Justicia.

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