Uribe y la verdad
Uribe se ha pasado su extensa vida pública mintiendo con cinismo, calumniando, tergiversando y sobre todo engañando


Es lo que tiene llevar tanto escribiendo columnas de opinión: revisarlas cuando ha pasado el tiempo es una manera de constatar nuestra miopía (si nos hemos equivocado) o de lamentar la clarividencia (porque la mayor parte de los aciertos son negativos, y habríamos preferido no tenerlos). En estos últimos días, después de la absolución en segunda instancia del expresidente Álvaro Uribe, me he dado cuenta de que llevo 18 años preocupándome en mis artículos por los desmanes y los excesos del político colombiano más popular de las últimas décadas. Hace 15 años menos tres días, cuando el país empezaba el lento tránsito a un gobierno sin Uribe, escribí que Uribe se iba del poder sin irse realmente, pues los hechos de su gobierno lo habían obligado a cuidar su futuro más que otros expresidentes: por eso dejó la Comisión de Acusaciones en manos de uribistas leales y por eso se lanzaría después al Senado. Como le sucedió a Trump, su permanencia en posiciones de poder era la manera más eficaz de defenderse de lo que él mismo había cometido. Y ahí se la ha pasado, no convertido en un honroso mueble viejo, sino muy presente: cuidando aparentemente su legado, pero en realidad cuidándose las espaldas.
Sobre la absolución se podrían decir muchas cosas, pero ya lo han hecho varios periodistas que respeto y que están sin duda mejor informados que yo: han escrito lúcidamente sobre las dos sentencias contrapuestas, que han leído con cuidado, pero también sobre las cloacas del poder en Colombia. Lo que me interesa ahora es la reacción de Uribe, o más bien unas pocas palabras de su reacción, perdidas en medio de tantas invocaciones rutinarias a Dios y a la Providencia y al gran pueblo colombiano. Según la noticia que leí en este periódico, Uribe declaró en sus redes: “He dicho la verdad a mis compatriotas a lo largo de esta extensa vida pública”. Y cualquiera que haya asistido con la mirada clara a la extensa vida pública de Uribe sabe que eso no es cierto: que Uribe se ha pasado su extensa vida pública mintiendo con cinismo, calumniando, tergiversando y sobre todo engañando: engañando, como primera medida, al gran pueblo colombiano que tanto dice querer, para el cual tanto dice trabajar.
(Digo “según la noticia que leí en este periódico” porque no sigo las redes ni de Uribe ni de ningún otro de los ponzoñosos usuarios de esas otras cloacas, y así voy libre de su veneno y de sus engaños y de su grosero matoneo. Me informo por el periodismo de verdad, el que tiene algo que perder cuando falla, el que responde por sus palabras, el que está escrito por periodistas que han oído hablar de deontología y no por influencers que monetizan cada escupitajo que lanzan, que buscan clics con agresiones o calumnias para ganar centavos mediante su propio veneno: y esto se aplica a la política, pero también al deporte, a la literatura y a todo lo demás. Pero esto es una digresión impertinente. Tal vez sirva para otro artículo).
La extensa vida pública de Uribe depende, por supuesto, de dos ingredientes esenciales de la política en Colombia: la credulidad y la desmemoria. Voy por partes. La credulidad: Uribe siempre ha contado y sigue contando con millones de ciudadanos que dan por bueno todo lo que dice sin examinarlo o cuestionarlo, o que cierran los ojos ante sus excesos y hacen oídos sordos a sus mentiras. Esos ciudadanos le creyeron cuando Uribe lideró la mayor campaña de mentira política que se ha visto por estos lados: la que calumnió sin parar las negociaciones de paz de La Habana, diciendo que los acuerdos iban a abolir la propiedad privada, que iban a quitarles a los viejos las pensiones para dárselas a los guerrilleros, que iban a llevar al país al castrochavismo. Ni siquiera los ciudadanos crédulos que repetían esta palabra sabían realmente a qué se refería, pero en eso Uribe ha sido siempre experto: sabe, como los mejores narradores de la literatura de terror, que es mejor no mostrar al monstruo, sino simplemente sugerirlo. Inventó una palabra que no quería decir nada concreto, pero que sugería los fantasmas de Cuba y Venezuela. Y así les dio a sus seguidores una manera de nombrar las emociones negativas que les provocaba, acaso comprensiblemente, una negociación difícil que iba a implicar concesiones incómodas.
(Cuba y Venezuela son dos dictaduras represivas y violentas que deberían provocar el rechazo de todo demócrata, comenzando por la izquierda. Pero una parte demasiado grande de la izquierda de todas partes las ha justificado o ha cerrado los ojos ante sus desmanes: en Colombia –en el gobierno de Petro, tan sectario y mentiroso como cualquiera– hubo quien elogiara el sistema electoral venezolano, diciendo que era mejor que el nuestro, y hay todavía quien se niega a admitir que Maduro y su gente se robaron las elecciones pasadas. Sí: también la izquierda ha pecado por credulidad, también se ha mentido a sí misma. Pero esto es una digresión impertinente. Tal vez sirva para otro artículo).
Y luego viene la desmemoria. Y vuelvo a las primeras líneas de este artículo: lo que tiene llevar tanto tiempo escribiendo columnas. Revisando las mías he encontrado varios momentos que yo también –porque nuestra memoria es limitada– había olvidado. Por ejemplo, las famosas 52 capitulaciones: en 2012, cuando las negociaciones del gobierno Santos con las FARC apenas comenzaban, Uribe lanzó por Twitter su inventario de las 52 maneras en que el gobierno le estaba “entregando el país a la guerrilla”. La silla vacía las examinó con detalle y encontró que sólo 4 eran verdad: las demás eran distorsiones, desinformación o francas mentiras. Pero esas mentiras fueron calando en la opinión pública, y acabaron minando el apoyo al proceso y destruyendo una posibilidad de reconciliación sin que Uribe tuviera nunca que responder por el engaño.
“He dicho la verdad a mis compatriotas a lo largo de esta extensa vida pública”, dice Uribe. Pero yo he revisado las columnas que escribí hace muchos años para El Espectador y me encuentro con lo que significó esa vida pública: en una columna del año 2010 hablé de la compra de votos con notarías (por la cual hay gente en la cárcel), de las escuchas ilegales a jueces y magistrados (por las cuales hay gente en la cárcel), de los falsos positivos (por los cuales hay gente en la cárcel), y en otras columnas de la misma época hablé de la persecución a periodistas desde las agencias de inteligencia que colaboraron con el paramilitarismo (por la cual hay gente en la cárcel) y de la calumnia o la mentira que afectó gravemente la vida de periodistas con nombre y apellido, obligando a algunos a salir del país y a otros a llevar guardaespaldas durante años. Pasen ustedes por el magnífico portal Los Danieles si no recuerdan a qué me refiero.
En el año 2010, decir que Uribe le estaba mintiendo al país era enfrentarse a la ira de las masas fanatizadas o seducidas por su caudillismo inmarcesible (también conocido como efecto teflón). Con el tiempo sus mentiras han salido a la luz, pero nada de eso ha importado: él sigue diciendo que dice la verdad y sus seguidores le siguen creyendo. Y hay que llegar a la conclusión evidente –al lugar común vergonzoso– de que la verdad no importa en Colombia. Eso, por supuesto, explicaría muchas cosas.
*Juan Gabriel Vásquez es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma











































