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Miguel Uribe Turbay
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Matar a un líder

La muerte de Miguel Uribe Turbay no sólo priva a su partido y a sus seguidores de un candidato, sino que priva al electorado de un debate que todavía debía madurar

Familia de Miguel Uribe se abraza en el salón elíptico del capitolio nacional en Bogotá durante el funeral de Miguel Uribe Turbay el 12 de agosto del 2025.Foto: Diego Cuevas | Vídeo: EPV

La noticia del asesinato de Miguel Uribe Turbay, el senador y precandidato presidencial que no logró sobrevivir de las heridas recibidas en un atentado el pasado 7 de junio, no es sólo una crónica más de una vida truncada. En clave política, la desaparición violenta de alguien, como Miguel, que encarnaba una voz pública, tiene efectos directos y simbólicos sobre la capacidad de una sociedad para reproducir liderazgo y confianza en las instituciones.

Matar a un líder equivale a amputar tiempo político. Básicamente, porque el liderazgo político se construye lentamente, desde el reconocimiento, la credibilidad, las redes de apoyo y los discursos que ayudan a procesar demandas sociales. Por eso cada liderazgo es un capital histórico que se acumula con tiempo y exposición política. La violencia política que elimina a un líder obliga a la sociedad a recomenzar procesos que consumen energía cívica y recursos organizativos que rara vez están disponibles de inmediato. Esa es la razón por la que la muerte de Uribe Turbay no sólo priva a su partido y a sus seguidores de un candidato, sino que priva al electorado de un debate que todavía debía madurar. Colombia tiene una larga experiencia en el tema.

Matar a una figura pública también erosiona la esfera de la deliberación. En las democracias que gozan de buena salud, la política depende de la competencia entre proyectos que se resuelve en las urnas y no a punta de bala. Cuando entra la violencia como mecanismo de exclusión, se genera un efecto de miedo que afecta la participación, polariza discursos y refuerza la lógica de la sobrevivencia política por fuera de los canales institucionales. Las reacciones, las marchas y los rituales de duelo, como el que vimos la noche en que murió Uribe Turbay, muestran indignación, pero también revelan el costo profundo: una ciudadanía que ve amenazada la posibilidad de disputar el poder sin riesgos mortales. El atentado contra Uribe conmocionó a Colombia y abre un debate sobre la protección de la vida política en la antesala de una elección.

El asesinato de Uribe Turbay, además, se debe leer en un contexto más amplio de violencia contra dirigentes políticos y defensores. Según las cifras del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), con la muerte del senador uribista se alcanzó una cifra que subraya la dimensión del problema: Uribe Turbay se convirtió en el dirigente político número 97 asesinado en lo que va de 2025. Esa cifra lleva a que el caso de un político mediático entre a ser parte de una tendencia que golpea tanto a líderes comunitarios y defensores de derechos humanos. La impunidad y la persistencia de homicidios políticos son, por tanto, un problema estructural que trasciende lo accidental.

La pérdida de líderes reduce la pluralidad de voces dentro de la política representativa, altera calendarios internos de candidaturas y obliga a redistribuciones de poder que a veces se resuelven mediante arreglos opacos. En este caso, el desenlace de las respuestas del Estado será un indicador clave: si las y los colombianos perciben que hay respuestas eficaces y transparentes, la confianza puede amortiguar el daño; si son tardías o parciales, la sensación de vulnerabilidad podría afectar la participación ciudadana. En el caso de Uribe Turbay, hay capturas e investigaciones en curso, pero las preguntas sobre quién dio la orden y sus motivaciones mantienen la inquietud pública.

Colombia lleva décadas tramitando con sus memorias violentas: la desaparición de un dirigente (y de la juventud de Uribe Turbay) remite a pasados traumáticos y nos obliga a interrogar la salud de la convivencia política. La política no puede seguir siendo un ámbito de riesgo extremo y la democracia debe proteger con urgencia la vida de quienes la practican.

Si la democracia se mide en parte por la capacidad de mantener disputas políticas dentro de reglas pacíficas, entonces cada asesinato es un retroceso. Proteger la vida política implica políticas de prevención real, combate decidido a las redes criminales que instrumentalizan jóvenes o violentan territorios, y un pacto social para defender la pluralidad (y de todo eso que dicen de bajar el tono). No es sólo cuestión de seguridad: es la defensa de la política como espacio de disputa civilizada.

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