El cansancio con la democracia
En Colombia, crece entre las juventudes una sensación de desconexión con las instituciones. Más que un rechazo a la democracia, es una demanda urgente por una política que escuche, represente y ofrezca respuestas concretas
¿Qué tan lejos estamos en Colombia de aceptar un gobierno autoritario? En medio de fuertes tensiones institucionales entre las ramas ejecutiva, legislativa, judicial y sectores de la sociedad civil (a mi juicio muy normales dentro de un país con buena salud democrática), no es raro encontrarse con propuestas que hacen apología a la desestabilización, sobre todo en el desbordamiento verborreico de las redes sociales.
En un contexto político regional con claros giros hacia derechas radicales, derechas alternativas o derechas populistas (como les quieran llamar), como el caso de Estados Unidos o Argentina, en las que hay muestras de retroceso en la garantía de los derechos de algunos grupos poblacionales, vale la pena preguntarse cuál es la disposición ciudadana frente a la tolerancia con gobiernos autoritarios como respuesta al descontento con los gobiernos progresistas.
El más reciente estudio sobre juventudes y democracia, realizado por la Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung, tiene hallazgos interesantes que se deben convertir en alertas sobre el clima democrático, pero sobre todo, con el cansancio que algunos sectores demuestran tener con este sistema. Y este desencanto está directamente relacionado con la desconfianza en las instituciones.

Las opiniones respecto de la democracia, según el estudio, revelan que si bien hay una mayoría que está de acuerdo (45%) y muy de acuerdo (24%) con que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno” también es cierto que hay un amplio porcentaje que está de acuerdo (41%) y muy de acuerdo (20%) con que “un líder fuerte resuelve mejor los problemas que los partidos y las instituciones”. Otro porcentaje, mucho menor, se muestra de acuerdo (21%) y muy de acuerdo (6%) con el enunciado de que “bajo ciertas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a un gobierno democrático”. Este es un cóctel problemático.

Estas cifras se complementan con las instituciones en las que los jóvenes tienen menos desconfianza, como la Presidencia y el gabinete de gobierno, los poderes judicial y legislativo, los partidos políticos o los medios de comunicación. Estos últimos, en mi opinión, han tenido poca o nula autocrítica sobre su papel en democracia y, si miramos la Invamer Poll que se hace con periodicidad, podemos decir que tienen una alta imagen desfavorable desde la mitad del cuatrienio del presidente Iván Duque hasta el presente.
En detalle, tanto hombres como mujeres son proclives a aceptar liderazgos individuales que puedan resolver los problemas que les quedan grandes a los partidos políticos y a las instituciones. Para la Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung, “esta desconfianza ocurre porque las formas organizativas tradicionales, partidistas, civiles y gubernamentales, y figuras individuales como los/as/es influencers, no están respondiendo a sus necesidades y problemáticas”.
La tendencia de descontento con la democracia viene desde hace algunos años. El informe Latinobarómetro de 2023 arrojó que Colombia estaba, junto con Ecuador, Panamá, Paraguay y Venezuela, y el caso excepcional de Perú, entre los países cuya satisfacción con la democracia estaba por debajo de los 20 puntos.
La juventud colombiana no está desconectada de la política, pero sí cada vez más alejada de las instituciones que deberían representarla. Las instituciones, además de lentas, son vistas como insensibles. No logran sintonizar con las emociones de una generación que experimenta el futuro con miedo, el presente con ansiedad y el pasado con sospecha y, en ese contexto, el escepticismo se vuelve rechazo.
Las vías institucionales se sienten inútiles, y con ellas se va el impulso de participar. Pero la energía política no desaparece: se transforma. La frustración institucional se convierte en combustible para salidas autoritarias, en las que la eficiencia importa más que la legitimidad. La democracia ya no se siente como un espacio de transformación, sino como un obstáculo, y es entonces cuando el autoritarismo funcional empieza a parecer una alternativa.
Esto no significa que la juventud desee dictaduras o que ignore los riesgos del poder sin control. Significa, más bien, que si las democracias no son capaces de resolver, escuchar y representar, pierden su valor frente a quienes enfrentan cotidianamente la precariedad, el desempleo, la inseguridad o la exclusión.
No basta con culpar a los jóvenes de su desencanto. Es necesario repensar a fondo las formas institucionales de la política. Reconstituir el lazo entre juventudes e institucionalidad implica no solo reformas normativas, sino una nueva disposición emocional y cultural. Una política capaz de radicalizar la escucha, de abrir espacios reales de cogobierno y de traducir demandas sociales en acciones tangibles. Una política menos arrogante, menos vertical y menos encerrada en sus propios rituales.
Si la política quiere evitar ser reemplazada por liderazgos que se alimentan de las luces y las cámaras, y por eventuales y futuras soluciones sin deliberación, debe recuperar su sentido de protección y pertenencia. Para los jóvenes, eso no se logra con promesas ni con campañas, sino con presencia, coherencia y resultados. Escucharlos no es una concesión y, en el actual momento político de Colombia, es una urgencia democrática.
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