Laura Sarabia, la joven a la que Petro colocó en la cima y terminó por defenestrar
La todopoderosa asesora del presidente abandona el Gobierno por choques con el mandatario


El edificio que ocupaba hasta ayer Laura Sarabia en el centro de Bogotá había sido la residencia presidencial de los jefes de Estado colombianos durante más de 100 años. Dentro del Palacio de San Carlos habían ocurrido hechos extraordinarios. Durante una noche de 1828, en una de las habitaciones trataron de asesinar a Simón Bolívar, que se salvó de milagro saltando por una ventana. Su decoración está hecha para impresionar a los visitantes. El patio central de columnas toscanas da paso a vestíbulos bajo arcos de piedra que esconden sillas coloniales y espejos de cristal de roca. En los últimos seis meses, esta había sido la casa de Sarabia, desde que el presidente la nombrase canciller, un cargo que ha ocupado la gente más distinguida del país. Sin embargo, era obvio que Gustavo Petro ya no la trataba tan bien como antes.
Sus enemigos interpretaron el desdén del presidente como una invitación a lanzarse en su contra. No había día que no la acusaran de algo, que no corriera por los pasillos que la iban a echar del Gobierno de un momento a otro. Leía y escuchaba estas habladurías en un jardincito de la segunda planta del Palacio, oculto al sol por un techo de metacrilato. Ok, de acuerdo, está claro, me iré más pronto que tarde, les confiaba a sus dos personas de confianza. Pero cuando salga por la puerta, un retrato mío colgará de las paredes del Palacio, que es la forma en la que se dignifica a los que han ocupado el puesto. Por mucho que la odiaran, decía, no podrán borrar que algún día estuvo aquí.
El adiós llegó este jueves. Sarabia, de 31 años, presentó su renuncia irrevocable después de un nuevo desaire de Petro. El presidente quería que no extendiera un año más el contrato a Thomas Greg & Sons, una empresa sospechosa de amañar licitaciones. Ella contraargumentaba que eso no podía hacerse de un día para otro, que la Imprenta Nacional no está preparada para asumir la expedición de pasaportes. No se pusieron de acuerdo y Petro, ignorándola, le pidió a su secretario personal que llegase a un acuerdo con la Casa de la Moneda de Portugal. Eso era rebajarla demasiado. Así que Sarabia se sentó frente al ordenador y escribió una carta de despedida.
La aventura que llevó a una mujer joven y sin conexiones a la cima del poder empezó a finales de 2021. Ella era la secretaria y la persona de confianza de un senador bastante conocido, Armando Benedetti, que había desempeñado papeles importantes con dos presidentes de forma continuada, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. A ambos se los había metido en el bolsillo y viajaba con ellos en el avión presidencial. Sin embargo, su suerte parecía haberse truncado. Abrieron una docena de procesos judiciales en su contra y libró una batalla en televisión con un fiscal, Néstor Humberto Martínez. Sus problemas con el alcohol también afloraron. En todas las entrevistas de esa época hay siempre un momento en el que la cámara enfoca al lado y muestra una chica joven, recién licenciada de la universidad: Laura Sarabia. Así, hombro con hombro, vivieron 24/7 durante cinco años. Ella pagaba el colegio de los niños, le hacía las compras, manejaba sus tarjetas de crédito. Y se reunía con los abogados de Benedetti cuando había alguna novedad en sus casos.

Un día, Benedetti (“senador”, lo llamaba ella) le dijo que debían apoyar a Gustavo Petro, de quien tenía el pálpito que sería el nuevo presidente en las elecciones de 2022. A ella, de primeras, no le gustó la idea. Criada en un complejo militar, hija de un escolta de Uribe y cristiana evangélica de asistencia casi diaria al culto, su talante era conservador. Sin embargo, creía en las intuiciones de su jefe, al que admiraba. Petro sabía que Benedetti podría ser un operador político que le garantizara los votos en el Caribe y le dio el control total de la campaña —y, por ósmosis, a Sarabia—. De inmediato quitaron de en medio a todos los que durante años habían rodeado a Petro, lo que no les granjeó muchas simpatías en los círculos de izquierdas. Los veían como unos recién llegados que venían a apropiarse del “cambio”, del proyecto progresista.
Resultó que ganaron las elecciones, y los dos fueron fundamentales. Sarabia calcó el trabajo anterior, organizarle la vida entera a Petro, un hombre propenso a la dispersión. El presidente se quedó prendado de ella, de su organización, de su talante, de ser una de esas personas que logran que “las cosas ocurran”. La nombró jefa de despacho. Los ministros pensaban que era la secretaria del presidente, pero a la quinta reunión semanal tomó el mando. Los ministros le rendían cuentas y necesitaban pasar por ella para hablar con el mandamás.
Mientras tanto, Benedetti incubaba un rencor sordo en Caracas, a donde lo habían enviado como embajador por sus problemas judiciales. Cuando se cierren algunas causas, volverás, le prometió el presidente. Pero él se tomó aquello como una humillación, sobre todo porque su persona de confianza se había infiltrado en el círculo del poder absoluto. En cambio, él había sido expulsado. Desde allí filtró que la niñera del hijo de Sarabia, Marelbys Meza, había sido sometida a un polígrafo de manera ilegal en las dependencias de Presidencia y se abrió un caso en la Fiscalía. Uno de los investigados, un coronel encargado de la seguridad presidencial, se suicidó. Además, se hicieron públicos unos audios donde se le escucha a él denigrarla. Entonces, Petro tomó la decisión más dolorosa: echarlos.
Ese parecía el fin político de ambos, pero eso era subestimarlos. Al cabo de unos meses, a pesar de las investigaciones —una de ellas por financiación irregular de la campaña—, Petro la colocó a ella en una entidad de mucho poder, el DPS, desde donde se controla el dinero de las ayudas sociales. A Benedetti lo mandó lejos, a Roma, para que reorganizara su vida y se sometiera a un tratamiento de rehabilitación. Los problemas, sin embargo, no cesaron. El hermano de Laura, Andrés Sarabia, fue señalado de enriquecimiento ilícito. Su hermana se enteró de que iba diciendo por Bogotá que era un hombre de negocios, abierto a escuchar ofertas, lo que había provocado que empresarios que querían contratar con el Estado se acercaran a él. (La Fiscalía investiga una denuncia por enriquecimiento ilícito.)
La enemistad entre Benedetti y Sarabia se volvió legendaria. Se convirtió en una telenovela palaciega. Petro permanecía distante, como si la cosa no fuera con él. Durante mucho tiempo, en privado, hablaba de Sarabia como la buena de la historia y de Benedetti como el malvado. (Un juego, en cualquier caso, desigual si nos atenemos a que él le saca 26 años.) Pero algo se quebró hace nueve meses, un chispazo cambió todo lo que estaba por venir. El presidente empezó a escuchar a la gente que le hablaba mal de ella. Su Gobierno, mientras tanto, flotaba en el caos. Sus ministros dimitían o los encausaban por corrupción. Una crisis solapaba a la otra. Se acordó de Benedetti, un conseguidor, un zorro político. Eso es exactamente lo que necesito en este momento, les dijo a los que tenía alrededor.

Entonces ocurrió una escena en el avión presidencial. Sobrevolaban el país después de haber hecho escala en Cartagena cuando el presidente le dijo a Sarabia:
-He pensado algo...
-Dígame, presidente.
-Que vuelva Benedetti.
Ella sabía que, con Benedetti entrando por la puerta del Gobierno, ella acabaría saliendo por la ventana, como Simón Bolívar.
-¿Qué opinas? -le insistió el presidente-.
-Usted ya sabe lo que pienso.
Ese fue el principio del fin de Sarabia.
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