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Los migrantes enfermos detenidos en Krome denuncian la pésima atención médica: “Esto es un campo de concentración”

Una docena de personas encerradas en el centro a las afueras de Miami relatan a EL PAÍS que no reciben el tratamiento médico que necesitan y que los oficiales los maltratan

Migrantes presos en el centro de detención de Krome en Estados Unidos

El módulo tres de la primera planta del centro de detención Krome parece una sala de emergencias. Un señor mayor, que anda en silla de ruedas, tuvo que orinar al lado de la cama a falta de alguien que lo ayudara a llegar al baño. Era de madrugada, no aguantó. En cuanto amaneció se disculpó con el resto de los detenidos. Al que se realiza diálisis, por su padecimiento crónico de los riñones, se le ha oído gritar que quiere ahorcarse. A otro, que tiene cáncer de pulmón, se lo tuvieron que llevar a urgencias. La gente anda con congestión, catarrosa y agripada. A Ariel Barrero, un cubano de 56 años que ha estado ahí dentro por casi seis meses, se le ha roto el corazón de tanta angustia.

Llevaba días durmiendo en el suelo cementado, frío y húmedo del centro localizado a las afueras de los Everglades, a unos 35 kilómetros de Miami, lo suficientemente lejos del ojo de la ciudad. El pasado 24 de junio, se encontraba encerrado junto a más de 50 personas en una celda, sin comida caliente y sin poder bañarse. Apenas dormía, le dolían los huesos. Se puso de pie, sintió un dolor en el pecho, se le jorobó la boca. Su corazón no aguantó. “Me estresé tanto que me dio el primer infarto”, cuenta Barrero a través de una llamada telefónica.

El resto de los detenidos, gente como él en manos del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos (ICE), comenzaron a gritar a los guardias que, por favor, vinieran rápido. Lo condujeron al HCA Florida Kendall Hospital, la institución encargada de atender a los migrantes enfermos de urgencia, que se encuentra a 30 kilómetros de Krome. Le practicaron un cateterismo, confirmaron que tenía una arteria tupida y le colocaron un stent para mejorar el flujo de sangre al corazón. A los dos días, ya estaba de vuelta en la celda.

Barrero había salido a trabajar el 22 de junio a Miami desde su casa en Fort Lauderdale, cuando un auto embistió al suyo por la parte trasera en pleno downtown. Llamó a la línea 911 para pedir auxilio. Cuando los oficiales de la policía llegaron al lugar y vieron que no tenía documentación en regla, lo detuvieron. Los acuerdos 287(g), firmados con el Gobierno federal, permiten a los agentes locales de Florida trabajar mano a mano con el ICE, por eso las detenciones en el Estado están hoy al pie de la carretera.

Después de 30 años en Estados Unidos, esa fue la primera del resto de las noches de Barrero en Krome, el centro de detención migratorio más antiguo del país, levantado en los años sesenta como una base de defensa aérea en plena Guerra Fría, y sobre el que hoy pesa una larga lista de abusos y malas prácticas.

Unas semanas después del primer infarto, llegó el segundo. A las 10.30 de la noche del 4 de julio, las pulsaciones del corazón de Barrero subieron a 250 por minuto. Tuvo que someterse a una cirugía. No sabe exactamente cuánto más podrá aguantar su corazón. “Esto es un campo de concentración, aquí no hay humanidad”, asegura.

“Aquí habemos muchos enfermos, personas que no pueden valerse por sí mismas, no hay diferencia para nadie. Está el que no se puede levantar de la cama, el que no se puede bañar y hay que ayudarlo”. Dice que, en ocasiones, para recoger la medicina que solicitan, deben caminar bajo el frío o la lluvia a través de varios bloques. Finalmente, les recetan algún medicamento genérico, sobre todo Tylenol, la pastilla más demonizada por Donald Trump, pero la más usada en los centros de detención para medicar a los migrantes ante cualquier dolencia.

“Aquí tú te quejas de un dolor de cabeza y te dan Tylenol. Tienes fiebre, Tylenol. Infección en la garganta, Tylenol. Todo lo resuelven así. Acá han tenido que llevarse al hospital a personas graves por medicarlos con medicina que no es la que llevan”, asegura desde Krome Alberto García, un cubano de 60 años, residente permanente, que en el pasado había estado tres días encarcelado por consumo de marihuana. Fue detenido hace poco más de un mes en el Aeropuerto de Miami, tras su regreso de un viaje de visita a Cuba.

Una docena de migrantes encerrados en Krome —y algunos de sus familiares— denunciaron a EL PAÍS, a través de varias llamadas telefónicas durante una semana, la falta de atención médica que reciben, el maltrato por parte de los oficiales, el caso omiso que hacen ante sus dolencias, la demora para poder acceder a un doctor, o el uso de medicamentos estandarizados. En estos momentos, al menos cinco personas se encuentran con conjuntivitis en ese mismo módulo, en el que actualmente hay unas 80 personas, aunque han estado más de 130 durmiendo arrinconadas en literas y catres. La cantidad de detenidos ha llegado a ser este año tres veces superior a la capacidad operativa del centro, normalmente equipado con unas 600 camas.

“No me han dado ni medicinas. Llevo cuatro días con los ojos rojos. Aquí una persona enferma a la otra, y a la otra, estamos en una pollera”, cuenta David Dorantes, un mexicano de 47 años que enfermó de conjuntivitis. “El trato ha sido de lo peor, jamás pensé que fuera a pasar por esto”.

El centro de Krome ha sido foco de denuncias por violación a los estándares médicos. Los detenidos allí han reportado la negación de tratamientos para enfermedades renales, asma o diabetes. Desde que Trump volvió a la Casa Blanca en enero, al menos cinco personas que han pasado por Krome fallecieron bajo custodia del ICE. Amnistía Internacional aseguró en un reciente informe que “el hacinamiento extremo en Krome, la desatención médica y las denuncias de trato humillante y degradante trazan una imagen de estremecedoras violaciones de derechos humanos”.

“Lo están matando lentamente”

Era el día de Thanksgiving, 27 de noviembre, y los oficiales de Krome no estaban disponibles para Denis Cabrera Rodríguez, un cubano de 33 años, artista y activista político. Tenía la lengua enredada, el azúcar descontrolada. Es diabético desde los 10 años, ha vivido casi siempre midiéndose el nivel de glucosa en sangre y suministrando insulina a su cuerpo. Trató de pedir ayuda y nadie le hizo caso. Estaba a punto de colapsar y su pareja, Olga Soto, llamó al centro de detención.

“La persona que me atendió me dijo, ‘Bueno, yo te puedo poner el reporte, pero no lo van a ver hasta el lunes por Thanksgiving”, cuenta Soto. No podía esperar y llamó a la línea 911. Hoy guarda un récord policial que refleja cómo las autoridades de Krome no dejaron acceder a la policía a sus instalaciones.

Vista aérea del centro de detención Krome, en Miami.

Ha pasado el tiempo y el cuerpo de Rodríguez sigue perdiendo fuerzas. Fue detenido a finales de noviembre, y el día en que las autoridades lo dirigieron a las oficinas de migración de Miramar, tuvieron que localizar de urgencia un centro médico cercano. El joven terminó ingresado con un nivel de potasio en sangre de más de siete, cuando lo regular es sobre los tres. “Su azúcar estaba descontrolada. Tenía peligro de infarto”, dice su pareja.

Aun así, fue transferido a Krome, donde frecuentemente le falta el aire, tiene el azúcar en casi 400 miligramos por decilitro, no le garantizan la dieta que requiere y lo habían situado en un módulo del segundo piso, a pesar de que tiene las indicaciones de no subir escaleras por sus problemas cardiacos.

“No tiene bomba de insulina. Debe comer varias veces al día para evitar el descontrol de azúcar. Denis mide su comida en carbohidratos y ellos no respetan en lo absoluto la dieta. Lo están matando lentamente; mientras él no mida su comida o su azúcar y su insulina, va a vivir entre hipoglucemias e hiperglucemias constantes, y ahí vienen los riesgos de diálisis, el potasio y todos los síntomas que ya está teniendo”, insiste Soto.

La última vez que fue a visitarlo, vio cuán rojo Rodríguez tenía los ojos. Por su padecimiento, que le ha afectado la visión, debe usar espejuelos, los cuales no son permitidos en el centro. “Denis ha estado aguantando y aguantando. En todo este tiempo cogió catarro, tiene heridas en los pies que demoran meses en sanar. No le han vuelto a hacer un examen de potasio, ni el electrocardiograma. Me dice que pidió ayuda y no le hacen caso, y su cuerpo no aguanta más”.

Depresión, mareos y heridas sin atender

El centro de Krome —que, de acuerdo con la última información publicada, es operado por la compañía Akima Global Services, LLC, una empresa que presta servicios al ICE con un contrato de 685 millones de dólares— se rige por los estándares médicos establecidos por el propio ICE. Entre estos, se incluyen una evaluación médica y un examen físico al ingresar al centro, el acceso a atención médica básica y la atención de emergencias, un sistema de “sick call” para solicitudes médicas, o la asistencia a la salud mental. A pesar de que Juan Girón, un nicaragüense de 31 años, ha dicho a los psiquiatras que quiere morir desde que en julio fuera detenido, enviado a Alligator Alcatraz y luego transferido a Krome, nadie parece tomarlo en cuenta. Estuvo varios días con dolor de muelas sin recibir medicación. “Les dije que me quería morir y solo me dijeron que yo tenía tentativa de suicidio. El psicólogo solo me pregunta cuándo es la corte. Es un abuso total todo lo que está pasando aquí”.

Hay días en que Girón apenas puede dormir por las pesadillas. La vida dura en Nicaragua y el encierro en Estados Unidos han terminado dejando una mella indescriptible en él. “Tengo que estar medicado, estar pidiendo pastillas para la ansiedad, para dormir”, cuenta. “He tenido mucha depresión, siento que la vida no vale nada, que no tiene sentido”. Desde hace poco fue que comenzaron a garantizar el ansiolítico que requiere.

Del otro lado del teléfono, José Zambrano, cubano de 40 años, dice que los dolores de cabeza lo hacen rabiar. El año pasado, tras un accidente en una motora, fue diagnosticado con un aneurisma cerebral, un padecimiento potencialmente mortal. Hay días en que pierde la memoria y no recuerda ni quién es: ni su nombre, ni de dónde vino, mucho menos que es un migrante con estatus I-220 A, un permiso de libertad bajo supervisión otorgado tras cruzar la frontera. Hace nueve meses fue detenido en la carretera porque, según el oficial, apenas podían ver la placa de su auto.

“Me dan muchos dolores de cabeza y mareos frecuentes y tengo que estarme quejando para que me den los medicamentos”, cuenta Zambrano, quien lleva más de ocho meses en Krome. Dice, además, que si se registra para ir a ver al doctor, nadie lo atiende. “En dos ocasiones me he caído, he perdido el conocimiento y me han tenido que llevar al hospital”. En el Kendall, el médico le ha dicho que tarde o temprano tendrá que someterse a una operación.

Casi termina el primer año de la Administración de Donald Trump, en el que más de 66.000 migrantes han sido detenidos. En Krome, la gente sigue sobreviviendo como puede. Algunos, que han pedido su deportación voluntaria, llevan meses sin respuesta. Tampoco tienen acceso a fianzas. La comida que le dan es poca y desabrida. Todos se preguntan cuándo acabará la pesadilla.

Rizer Atencio Chirino, de 46 años, que llegó de Venezuela el pasado año, expulsa sangre por la boca casi a diario, por un balazo que recibió en su país. Aún el proyectil lo tiene adentro, incrustado en la tráquea. “Me sale sangre y no saben qué es lo que tengo. No me pueden operar porque la bala está entre las arterias”, cuenta. “Aun así los llamo y los guardias no me prestan atención. Este gobierno me tiene aquí encerrado como un animal”.

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Sobre la firma

Carla Gloria Colomé
Periodista cubana en Nueva York. En EL PAÍS cubre Cuba y comunidades hispanas en EE UU. Fundadora de la revista 'El Estornudo' y ganadora del Premio Mario Vargas Llosa de Periodismo Joven. Estudió en la Universidad de La Habana, con maestrías en Comunicación en la UNAM y en Periodismo Bilingüe en la Craig Newmark Graduate School of Journalism.
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