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Los últimos días de un autodeportado: Deivy Alemán vuelve a Cuba cuando su hija espera una cirugía a corazón abierto

El migrante fue obligado a marcharse de Estados Unidos tras siete años en el país en los que no pudo regularizar su estatus. EL PAÍS acompaña a la familia en su despedida

Yisel Miguel, Deivy Alemán y su hija Keira en la sala de su casa, en Orlando, Florida.
Carla Gloria Colomé

Si se le pregunta a Deivy Alemán —ahora, que está a punto de marcharse— qué es lo más preciado que querrá cargar en el maletín negro de 23 kilos que tanto le está costando acomodar, responderá sin pensarlo, o mejor, como quien lo ha venido pensando por mucho tiempo: “¡A mi hija!”.

Se hace un silencio incómodo en el cuarto del apartamento de la primera planta de un modesto edificio en Orlando, al centro de Florida, y luego alguien bromea con que Keira, su niña de dos años, cabe perfectamente de lado a lado en el maletín que documentará el domingo en los mostradores de la aerolínea American Airlines, para abordar un vuelo que saldrá al mediodía del Aeropuerto de Miami y llegará en menos de una hora al de Santa Clara, en Cuba. Deivy se va a autodeportar.

No porque quiere. Nadie se autodeporta de manera voluntaria a ningún lado. A Deivy, de 41 años, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) lo está echando de Estados Unidos. “Es la única opción que me dio ICE”, dice, tan calmado por fuera, pero como si un volcán de angustia le estuviera erupcionando dentro. “Me lo advirtieron: o salgo como voluntario, o me detienen. Pero la única voluntad que tengo es la de quedarme aquí, con mi familia, con mi niña”.

¿Qué es aquello que se lleva un migrante obligado a regresar a su país, o qué escoge entre tantas cosas acumuladas en años? Un autodeportado cubano tampoco es que empaque lo mismo que el resto, ni vuelve al mismo sitio que los demás. Así que la semana previa al vuelo, la familia fue de compras: gastaron en una caja de bombillas y un ventilador recargables para sortear los largos apagones de la isla, agarraron paquetes de café La Llave, pasta y cepillos dentales, jabones y todo tipo de medicamentos. El resto del maletín lo ocuparán los zapatos y la ropa de Deivy, que retirará de los percheros, dejándole en el armario un espacio tan grande a su esposa Yisel Miguel, que ella misma sabrá cómo rellenar luego.

Deivy Alemán junto a Yisel Miguel y su hija Keira, el 11 de septiembre.

Keira quiere jugar con la caja de bombillas recargables, pero alguien se la quita de las manos. La niña no sabe que el padre se va, ni nadie puede o se atreve a traducir la partida a un lenguaje que ella logre entender. Yisel, de 38 años, hábil y resolutiva, que aprendió incluso a colocarle el tubo de alimentación a Keira en los meses de hospital tras su primera cirugía a corazón abierto, se siente imposibilitada de explicarle a la hija cómo será la casa a partir del lunes. La casa limpísima, olorosa, milimétricamente ordenada y decorada con retratos familiares o ramos de flores. Nada será lo mismo, de eso están conscientes.

A media mañana, Keira sintió abrirse la puerta de la entrada de la casa y salió corriendo y se le echó encima de los brazos al padre. Hace lo mismo todos los días, a modo de ritual, cuando él termina su trabajo como chofer de Uber, desandando las horas de la madrugada tranquila de Orlando, que transita sin GPS, como si conociera ese sitio de toda una vida. A veces, cuando Deivy se va a bañar, Keira se le cuela para juguetear bajo el agua. Lo hace sacar los juguetes del cajón de la sala, regarlos por el suelo, volverlos a ordenar. Deivy, que en Cuba tiene a Alex, su hijo de 15 años, temía volverse padre de una hembra.

Pero Yisel puede confirmar que, además del suyo, Deivy es el mejor papá del que tenga noticias. Lo ha sido también para Adriana, su otra hija de ahora 13 años, a quien su padre biológico nunca quiso reconocer. Yisel ha visto llorando a Deivy solo dos veces en sus cinco años juntos: durante el primer cumpleaños que pasó lejos de su hijo Alex, cuando llegó a Estados Unidos, y la otra en el Hospital para Niños AdventHealth, de Orlando, cuando se encontraron a Keira con el pecho abierto, y miraron y no se podían creer lo que estaban viendo: el corazón de la bebé de cinco meses, latiendo, rodeado de tubos y cables, mientras ella dormía profundamente en la pesadilla de sus padres.

Yisel y Deivy con sus hijas Keira y Adriana Miguel.

Una nina enferma desde que nació

La solicitud de amistad en Facebook le llegó a Yisel en 2020. No aceptaba a casi nadie, pero Deivy era cubano como ella, de Cienfuegos. Yisel, trabajadora de un Joven Club de Computación; Deivy, empleado del cárnico de Palmira. Habían llegado a Estados Unidos el año anterior. Ella por reclamación familiar, él recorriendo una travesía por Centroamérica hasta arribar a la frontera mexicana. Parecía confiable, así que lo aceptó de amigo. Luego, cada vez que posteaba una foto con Adriana, Deivy era el primero en dejarle un corazón. “Un día me dije: ¿quién será este muchacho?”, cuenta Yisel. Revisó detalladamente su perfil. “Lo vi y pensé: ay, no, espérate, que yo a este tengo que escribirle”.

Lo que viene luego se resume fácil: Yisel, que nunca quiso ponerle un padre a Adriana, vio que tenían “mucha química”. Tanto que la niña, quien llegó de la escuela hace un rato y se sentó a la mesa a cenar, quiere irse con Deivy cuando se vaya para Cuba el domingo. “Estoy triste”, dice mientras se le raja la voz y llora, apenada. “La primera vez que lo conocí pensé que iba a ser raro, pero pasaron los años y vi que me cuidaba, que me apoyaba, por eso lo quiero tanto”.

Deivy y Adriana Miguel durante una videollamada a Cuba con el hijo mayor de Deivy, Alex Alemán.

Se mudaron juntos a Orlando. Nació Keira. En 2023, Deivy era trabajador del restaurante Zaza’s y Yisel la vendedora de un kiosco de tabacos, ambos localizados en el Aeropuerto Internacional de Orlando, el más grande del Estado, que ese año recibió a más de 57 millones de pasajeros, la mayoría alborotados por vivir la fantasía Disney bajo el sol asfixiante de Florida. Estaban bien. Estaban, dicen, luchando. Hasta que tuvieron que renunciar al trabajo y se acuartelaron en el Hospital para Niños AdventHealth. Él hacía viajes de Uber, pasaba por la casa, recogía la comida y alcanzaba a Yisel para dormir juntos en los sillones de la sala de hospital donde vivieron dos meses al lado de Keira.

La niña nació con una cardiopatía congénita grave que consiste en la ausencia de la válvula tricúspide. De acuerdo con el diagnóstico del cardiólogo Kelvin Lee, quien la atiende desde que nació, “la mitad de su corazón no se desarrolló cuando nació”, según un documento facilitado por la madre de la niña.

A las cinco de la mañana del 27 de junio de 2023, los padres llegaron con su hija al hospital. Le iban a practicar una cirugía denominada Glenn bidireccional, con el fin de conectar la vena cava superior del corazón a la arteria pulmonar. Yisel oyó decir a una enfermera en la sala que su hija seguía dando positivo por covid, desde que se infectara unas semanas antes en ese propio centro. La madre, consternada, preguntó si aun así la iban a operar. Un doctor le dijo que sí, que no había problemas si estaba asintomática.

“Se las entregamos riéndose, feliz”, dice la madre. La operación comenzó a las siete de la mañana. Deivy, a quien le cuesta hablar, lo define rápido: “Ese ha sido el día más difícil de mi vida”. Pasaban las horas, nadie les decía nada. Si preguntaban, les respondían que “estaban trabajando”. A las seis de la tarde el cirujano les informó que hubo una “complicación”, que la niña estaba en “cuidados intensivos” tras presentar una hipertensión pulmonar.

Yisel muestra una foto de Keira cuando estuvo en terapia intensiva.

Los padres se derrumbaron cuando les permitieron entrar a la sala. “Nunca me imaginé que íbamos a ver a mi hija como la vimos”, dice Yisel. “Aún me pregunto de dónde saqué fuerzas para estar al lado de mi hija”. Luego asegura que las fuerzas se las dio Deivy. “Si en los dos meses en el hospital él no hubiese estado conmigo, no sé si hubiese aguantado. Había días en que estaba fuerte, y él estaba derrumbado, pero en otros momentos él me levantaba a mí”.

En diez días, Keira tuvo ocho intervenciones de urgencia. A veces sonaba la alarma roja y los cirujanos llegaban corriendo. Los padres permanecían al lado de Keira, a quien se le aceleraba el corazón si ellos se acercaban demasiado a su cama, pero que igual se deleitaba si le hablaban al oído.

Dos meses después, la familia regresó a casa. Deivy trabajaba mientras Yisel se ocupaba de velar por el oxígeno de Keira, el tubo de alimentación que aún tenía conectado y los 18 medicamentos diarios. La niña se recuperó. En febrero de 2024, se sometió a una segunda cirugía en el Johns Hopkins All Children ‘s Hospital, de Tampa, para continuar el procedimiento que nunca le pudieron terminar. Según el documento emitido por el doctor Lee, Keira necesitará “al menos una operación cardíaca compleja más en los próximos años, así como múltiples procedimientos adicionales”.

Ahora que está a punto de irse, ese es el mayor miedo de Deivy: que a su hija le suceda algo y él no esté para agarrarla, llevarla al hospital, pasar la noche los tres juntos. Lo dice mientras mira a Keira, que se le sube encima para ver la televisión, o se altera si de momento no le hace caso. “Si no estoy pendiente de ella, se pone a dar gritos”, dice Deivy, y deja todo para hacer lo que ordene su niña.

La despedida

Esta ha sido una semana dura. Las autoridades de migración le pidieron a Deivy que se personara en sus oficinas el 8 de septiembre. “Me dijeron que tenía que llevarles algo o sacar un pasaje e irme”. Ese “algo” resultó ser un paro de deportación. Deivy ha estado en Estados Unidos desde hace siete años con un estatus I-220B, o sea, una Orden de Supervisión para inmigrantes que, como él, han recibido una orden de deportación. Fue la decisión de las autoridades estadounidenses tras cruzar la frontera de manera irregular durante el primer mandato de Donald Trump, un estatus que muchos recibieron en ese tiempo.

También estuvo en detención por nueve meses. “Salí y pensé que al darme la licencia y el permiso de trabajo no me iba a ir nunca de aquí”, cuenta. “Pensé que si no me deportaron en ese tiempo, no me iba a ir ya. Pero cuando salió Trump otra vez, supe que se iba a complicar todo. Yo entré con él de presidente y voy a salir con él”.

Yisel Miguel prepara una maleta con parte de las compras que Deivy se llevará a Cuba, el 11 de septiembre.

El lunes, afuera de la oficina de inmigración de Orlando, Yisel sintió que algo pasaba, su esposo se demoraba demasiado. Los oficiales habían rechazado el paro de deportación presentado por Deivy, no tuvieron en cuenta su petición I-130, que le hizo la esposa ciudadana estadounidense, ni los demás documentos que prueban que es el único sustento de la familia y el apoyo de su hija enferma.

Las autoridades pusieron sobre la mesa otra opción: llevárselo detenido, como los casi 60.000 migrantes que permanecen en centros de todo el país desde hace meses. “Pero yo le dije a él que lo prefiero ver en Cuba que en un centro de detención, él no es ningún delincuente”, dice Yisel. La última alternativa fue el pasaje, que tuvo que comprar por 428 dólares. Los oficiales también le pidieron que enviara una foto como prueba de que estaba en su país. “Es lo más difícil que puedes escuchar”, dice Deivy, compungido. “Es difícil dejarlas a ellas prácticamente solas. Lo peor es la niña”.

Los días pasan volando. El martes, ya con la noticia de que Deivy se iba, la pareja fue a renovar el contrato de la renta de su apartamento. Yisel les pidió cambiarse a uno de un cuarto, más pequeño y asequible para ella. “Les expliqué la situación, pero me dijeron que si no estoy trabajando y no tengo dinero, cómo voy a dar un downpayment para otro departamento, y que si estoy sola menos todavía me lo van a aprobar”.

Lo más probable, piensa Yisel, es que termine yéndose a Cuba, ante el hecho de que no pueda pagar la renta, la comida, la electricidad y el auto. Ha pensado en que pondrá las cosas importantes en un storage y partirá con sus hijas al lugar de donde vino. “Si me quedo aquí, ¿dónde vamos a vivir? ¿En la calle?”, pregunta. También sabe que sería peligroso llevar a Keira a un país que atraviesa una gran crisis sanitaria, de donde la gente emigra para salvarse la vida. “Pero en Cuba al menos tenemos casa. Estaría rezando porque la niña no tenga una emergencia, porque allá en los hospitales no hay nada”.

A Keira le gusta dormir con sus padres al mediodía. Adora que Deivy le dé la comida. Los tres, juntos, hacen siempre las compras. En casa se dividen el trabajo en la cocina: ella hace los arroces y él las carnes. Yisel está rota. A cada rato vira la cara y se seca los ojos para que Deivy no la vea. “Se pasa las noches llorando, apenas duerme, le pido que se calme, pero está preocupada por todo”, dice él. El próximo 14 de octubre Keira tiene su cita con el cardiólogo.

La familia sale de su casa en Orlando.

En Cuba a Devy lo esperarán sus padres, de más de ochenta años, y Alex, el hijo a quien dejó de ver siendo un niño, cuando se marchó creyendo que era para siempre. Alex está feliz y nervioso, ha dicho en una videollamada. Lo irá a buscar al aeropuerto.

En los días que le quedaban en Estados Unidos, Deivy trabajó todas las horas que pudo para dejarle dinero a la familia. El sábado parqueó su auto, y se fueron en el de Yisel hasta Miami, donde pasaron la noche. ¿Cómo se prepara un autodeportado y su familia para el momento de partir? Ambos se miran, no saben qué decir. Yisel interrumpe el momento y pregunta: “¿Alguien quiere un poco de café?”

El pasado domingo llegaron temprano al aeropuerto. Se abrazaron todos. Keira vio que su padre se alejaba. Le gritó. El padre le dijo adiós con la mano. Luego Yisel y las niñas regresaron a Orlando. En casa, Keira le pidió a su mamá que abriera la puerta. La madre le explicó que papá no estaba en la puerta. La niña insistió. La madre le aseguró que papá estaba trabajando. La niña rompió en llanto, como si supiera. No habrá a quién esperar a media mañana.

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Sobre la firma

Carla Gloria Colomé
Periodista cubana en Nueva York. En EL PAÍS cubre Cuba y comunidades hispanas en EE UU. Fundadora de la revista 'El Estornudo' y ganadora del Premio Mario Vargas Llosa de Periodismo Joven. Estudió en la Universidad de La Habana, con maestrías en Comunicación en la UNAM y en Periodismo Bilingüe en la Craig Newmark Graduate School of Journalism.
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