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Columna
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Todos tienen algo que confesar

Los ‘neosálvames’ de TVE se arrepienten de haber vuelto a una plaza vacía

Frank Cuesta, durante el vídeo difundido el martes en su canal de Youtube.
Sergio del Molino

Cuando José Luis Perales puso a Isabel Pantoja a confesar que estaba algo cansada de llevar esa estrella que pesa tanto, la confesión aún era patrimonio de iglesias y comisarías. No se confesaba al tuntún ni en público, sino en presencia de un abogado o tras la celosía de un (por algo se llamaba así) confesionario. Confesar no era bonito. A nadie le gustaba declararse pecador o criminal, y el acto mismo implicaba el sometimiento a la autoridad. A las dictaduras les gusta tanto una buena confesión que no les importa que se confiesen cosas falsas. Lo importante es que la culpa se exprese para que pueda imponerse el castigo.

Vino Isabel Pantoja a confesarse sobre un escenario ante España, luz de Trento, principal factoría de confesionarios de Europa, y rompió la liturgia. Llegó más tarde Gran Hermano con su confesionario de masas, y desde entonces, la confesión se ha convertido en un arte nacional. Policías y curas perdieron el monopolio y devino una forma pública de comunicación. La mayoría de las cosas que consumimos por los medios y por las redes son confesiones a la espera de su penitencia, su condena o su absolución.

Confesaron esta semana los de La familia de la tele, con Belén Esteban de abanderada. Confesó también no sé cuántas veces Frank Cuesta, confesando una cosa y la contraria y vuelta a la misma, hasta que me hice un lío y dejé de prestar atención. De algo se arrepiente, pero no sé de qué. Los neosálvames de TVE se arrepienten de haber vuelto a una plaza vacía. Esperaban una aclamación nacional y se han encontrado abucheos y unas cifras de audiencia propias de la vieja carta de ajuste. La confesión es, pues, el último recurso de quienes ven cerca el desagüe.

En el fondo, las cosas no han cambiado tanto. Confesarse sigue siendo un ritual de sometimiento a la autoridad, y si ya no se hace ante una sotana o un uniforme, sino ante una cámara, habrá que concluir que el público ha asumido el papel que antes interpretaban los curas y los policías. Es la masa, caprichosa y exaltada, la que perdona o manda a la cárcel, la que impone padrenuestros y la que se divierte con sadismo por la humillación de quien confiesa. Lo que nos sigue gustando un buen auto de fe. Nos gusta tanto que nos ofrecen un par por semana, en sesión doble. Bien lo sabía Perales cuando escribió aquella canción para Isabel.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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