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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El declive del intelectual público

La creciente importancia de las ideas producidas por los intelectuales públicos globales de extrema derecha obliga a interrogarse sobre lo que se encuentra detrás de este éxito

libros

Desde hace tiempo vengo rastreando la función de los intelectuales públicos, pero también su eficacia: ¿cuál es exactamente su influencia? ¿moldean creencias y conductas? ¿construyen y redefinen las causas de nuestro tiempo? Hace algunos años, junto a Mauro Basaure, nos interrogamos sobre la crisis de “los intelectuales públicos” cuestionando sus modos de intervención, tomando seriamente en consideración los efectos sociales y políticos de sus ideas en una esfera pública transnacional que transitó desde la era análoga (la de los libros y columnas de opinión) a la digital (la de las redes sociales y de las plataformas). Pues bien, esa crisis se ha venido acentuando, aunque no del mismo modo en todos los mundos ideológicos que estos intelectuales habitan. La creciente importancia de las ideas producidas por los intelectuales públicos globales de extrema derecha obliga a interrogarse sobre lo que se encuentra detrás de este éxito. La reciente entrevista a Curtis Yarvin (el principal intelectual orgánico del “trumpismo”) en la revista Grand Continent ofrece una interpretación tan radical como verosímil (sí, verosímil, lo que es un llamado a tomar en serio las tomas de posición de estos intelectuales) de los tiempos actuales (desde la afirmación “solo la energía monárquica que proviene de un único punto puede ser eficaz” -eso es Trump- hasta que “el covid inauguró la fase terminal de la izquierda”), tan eficiente como las ideas que son producidas sin control lógico por Nick Land en su panfleto La ilustración oscura.

Todo esto no sería nada si en el mundo de las ideas no estuvieran jugando un rol notable los oligarcas intelectuales de Silicon Valley, desde Peter Thiel (presidente de Palantir) hasta Marc Andreesen (fundador de Netscape), pasando por Elon Musk (Space X y Tesla) y Sam Altman (de OpenAI). Sus ideas son a menudo extravagantes, verdaderos espasmos futuristas que descansan en representaciones optimistas de la tecnología: en la medida en que estos billonarios controlan las principales plataformas, su producción intelectual es globalmente influyente. Vaya ventaja: salvo excepciones, no se preocupan de pasar por libros, ni menos por revistas indexadas o reconocidas como valiosas. Solo publicaciones online, en blogs y páginas web de difícil acceso para académicos, quienes a partir de ahora deberán rastrear los lugares en los que intervienen estos oligarcas intelectuales: ya lo había hecho Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? Aun mas: lo que estos intelectuales oligárquicos buscan es producir las condiciones intelectuales de aceptación de los logros de sus inversiones y sus consecuencias en la vida de todos, desde la desigualdad radical hasta las promesas de liberación del trabajo que se originan en un capitalismo desregulado y automatizado. El último artículo de Evgeny Morozov explica muy bien la inmensa ambición de estos intelectuales, así como su función de justificación de los cambios civilizacionales que estamos experimentando. No sabemos si tendrán finalmente razón. A escala global, no existe ningún intelectual progresista, de izquierdas, que pueda siquiera aspirar a rivalizar con este mundo de derecha radical: la influencia de intelectuales simbólicamente relevantes, como Noam Chomsky, Slavoj Zizek, o los economistas Thomas Piketty y Joseph Stiglitz, es marginal si se le compara con los intelectuales de extrema derecha que luchan por derribar lo que ellos llaman la “catedral” (las universidades y, sorprendentemente, los medios de comunicación).

Pues bien, no es un azar si este dominio de los intelectuales de derecha radical encuentra un eco todavía imperfecto en Chile: no porque existan intelectuales comparables a Curtis Yarvin o Steve Bannon (Axel Kaiser es quien más se acerca a ellos a través de la fundación que él preside, la Fundación para el Progreso), sino porque los intelectuales públicos clásicos alcanzaron el límite lógico de los efectos de sus ideas. Este límite es interno al sistema de ideas que ellos promueven: las personas comunes y corrientes no las toleran, tampoco las entienden, lo que da cuenta de una falla de transmisión desde la producción intelectual hasta las personas de a pie. Si bien estos intelectuales, como por ejemplo Carlos Peña o Daniel Mansuy, tienen un acceso privilegiado y expedito a los medios de prensa que los publican (cuyas plataformas electrónicas son las que importan, y no el papel), sus columnas a menudo muy inteligentes no influyen más allá del círculo de lectores ilustrados. A lo sumo, especialmente por el lado de Carlos Peña, sus columnas participan (y tal vez dirimen) las controversias del momento: últimamente, eso es lo que se pudo apreciar del efecto de dos de sus columnas en la controversia que fue generada por el candidato de extrema derecha José Antonio Kast, cuya opinión sobre la (ir) relevancia del Congreso y las posibilidades de que el presidente gobierne a partir de medidas administrativas abrió una discusión sobre el potencial autoritarismo de un posible Gobierno del candidato del Partido Republicano. La columna ilustrada de Carlos Peña produjo efectos de corto plazo en la controversia, pero la producción de este importante intelectual público no cumple ningún rol en las luchas principales de nuestro tiempo: ningún intelectual público chileno está en condiciones de intervenir en algo más que la polémica política del momento. Hay todo un trecho entre el efecto de corto plazo de columnas esencialmente reactivas a la coyuntura, y la influencia sustantiva sobre las causas y proyectos de largo plazo. Esto no quiere decir que las columnas de Carlos Peña no sean relevantes: lo son, y son muy admirables por el estilo de escritura y la impronta con las que el intelectual público toma posición, pero no inciden en nada en la configuración de las luchas de nuestro tiempo.

El caso de Daniel Mansuy es distinto porque, si bien es un importante columnista, es a partir de un excelente libro sobre Salvador Allende y la Unidad Popular que este intelectual público pudo ser incidente: es a su libro que se debe el principal impulso revisionista de la historia del tiempo reciente, al instalar la tesis del carácter inevitable del golpe de Estado de 1973. No creo que ese haya sido su proyecto, pero las cosas son las que son y hablan por su nombre. En tal sentido, es el libro más importante que haya sido publicado en la última década, lo que rehabilita la función del intelectual público: en este caso, de un intelectual que se pronuncia mediante libros, columnas y paneles de radio y televisión. Un poco más de una década separa la publicación de este libro con ese otro texto que se propuso, con cierto éxito, influir en el mundo de las ideas y de la política: El otro modelo, un libro escrito a diez manos (dos de las cuales son las mías). Con el paso del tiempo, el argumento de este libro escrito por cinco autores ha envejecido mal: no porque el argumento sea defectuoso en su origen, sino porque sus autores (me incluyo) no fueron capaces de actualizarlo a la luz del viraje a la derecha que experimentó Chile.

¿Las ideas pueden producir consecuencias? Sí, pueden hacerlo, pero no con el éxito que pudo alcanzar la obra de ese extraordinario intelectual total que pudo ser Jean-Paul Sartre (al ocupar posiciones dominantes en el campo del teatro, de la literatura y de la filosofía, y una posición influyente -por efecto de arrastre- en el campo político, al fundar el rol de “compañero de ruta” del Partido Comunista). Tomás Moulian intentó rehabilitar esta función de compañero de ruta (del Partido Comunista) hacia finales de la primera década del 2000. Nada de esto existe hoy.

¿Significa que la función del intelectual público como tal se extinguió? No todavía, pero la dirección de la historia se encamina hacia allá. Lo que es difícil de digerir es la influencia intelectual, política y social de ideas extravagantes que son producidas por los tech bros de Silicon Valley. Morozov sostiene que este éxito no durará, debido a la cámara de eco en la que cae esta producción intelectual, cuya falta de sofisticación impresiona. Puede ser: pero hay toda una pregunta por los intelectuales públicos de hoy, cuyos modos de intervención son escasamente eficientes. ¿Cómo participar e intervenir en las luchas de este tiempo desde las batallas de las ideas, las que no deben ser asociadas con las devastadoras guerras culturales que protagonizan los grupos medios más educados, especialmente en los campos universitarios? ¿Hay algo que decir sobre la automatización del trabajo, la crisis climática, la recurrencia de las crisis económicas que están dejando de ser entendidas como crisis del capitalismo, las distopías que se desprenden de la crisis de la natalidad o simplemente de la convergencia de cada una de estas crisis en lo que hoy se llama “poli-crisis”? La pregunta es pertinente, no tengo una respuesta clara: solo la certeza de que, sin el uso público de la razón y del intercambio honesto de ideas cuyo valor debiese depender del peso del mejor argumento, no hay un mundo común posible. Ese mundo sin ideas sería un mundo en el que predominan las emociones y la fuerza. Sería el fin de la democracia tal como la hemos conocido.

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