El desastre histórico y los méritos de Alemania
La dependencia de la energía rusa, la seguridad de EE UU y el mercado chino, el apoyo a Israel o el austericidio en la UE han sido graves errores de Berlín. Ello no borra sus aciertos y que es el centro de la esperanza de resistencia europea


Europa se ve zarandeada por la guerra militar que libra Rusia, la político-cultural-comercial que despliega EE UU y la manufacturera de China. Los países europeos y la UE sufren terriblemente para articular una respuesta eficaz. En este contexto, es fundamental concentrar la mirada sobre el principal actor del continente: Alemania.
La historia ha emitido una cruda sentencia condenatoria sobre grandes decisiones alemanas de las últimas décadas. El catálogo es nutrido y notorio. Se entregó a la dependencia energética de Rusia, que alimentaba a bajo coste su economía —pero al precio de inflar las arcas del Kremlin, que preparaba con ellas un asalto—; apostó por una miope relación comercial con China que dio beneficios a corto plazo sin las cautelas para evitar un estrangulamiento en el medio; se entregó a la protección de seguridad de EE UU, descuidando sus Fuerzas Armadas y su industria de defensa. Todo lo anterior fue un gigantesco error que reforzó desgraciadas dependencias.
Pero hay más. Alemania lideró un equivocado austericidio tras la doble crisis 2008-2011; dio durante demasiado tiempo cuartelillo a Viktor Orbán, líder manifiestamente autoritario de un país en la estrecha órbita de influencia alemana; su poderosa industria automovilística ha fallado por completo en la adaptación estratégica a una nueva época y se halla hoy de rodillas; su posición increíblemente complaciente con la criminal respuesta de Israel al infame ataque de Hamás es una mancha moral indeleble que, por el camino, ha impedido que la UE pudiese tomar medidas de calado, exponiéndola a la crítica global de doble rasero. Estos errores son mayoritariamente adscribibles a la CDU, pero el SPD tiene una fuerte corresponsabilidad —basta con acordarse de Schröder y su relación con las compañías energéticas rusas—.
Como resultado de todo aquello, la Alemania actual es un país con un crecimiento estancado, con una dinámica demográfica preocupante, con un prestigio malherido y con una ultraderecha muy radical en auge.
Los argumentos anteriores son conocidos, y esgrimidos con frecuencia, sobre todo desde ámbitos progresistas del sur de Europa. Estos tienden a ocultar otras importantes verdades.
Por ejemplo, el noble gesto de la apertura de las fronteras a un millón de sirios que en 2015 deambulaban en Europa y nadie quería, lo que desactivó una grave crisis humana y política; la generosa aceptación del programa de ayudas pandémicas financiadas con deuda común, que es hoy uno de los motivos fundamentales por los cuales el sur de Europa va mejor; el firme mantenimiento del cordón sanitario a una ultraderecha incomestible; un decidido apoyo a Ucrania, con grandes recursos, mientras otros ofrecen poco más que palabras.
Datos publicados por el Kiel Institute esta semana muestran que Alemania ha triplicado este año su respaldo a Ucrania con respecto a los años anteriores, con un gran esfuerzo para compensar la espantada trumpista. Desde la gran invasión hasta finales de octubre, Berlín ha ofrecido ayuda a Kiev de forma bilateral —sin contar los desembolsos vía UE— por valor de unos 24.500 millones; Francia, unos 7.500 millones; Italia, unos 2.700; España, unos 1.500. Si se suma el canal UE, la cuota alemana sube a unos 41.700 millones.
Con Scholz, primero, y con Merz, ahora, protagoniza un correcto y costoso intento de revitalizar sus Fuerzas Armadas. La coalición en el poder también impulsa un adecuado programa de renovación infraestructural. A Scholz se le debe reconocer haber entendido enseguida que Alemania debía reconstruir su fuerza militar y haber conseguido superar la dependencia energética de Rusia. A Merz se le debe reconocer haber volado la obsesión de la CDU por la rigidez fiscal y haber dicho desde la misma noche de su victoria electoral que Europa debe independizarse de EE UU, con una claridad poco común en el continente. Pero, a la par de esos aciertos, va en la cuenta de Merz la responsabilidad de haber sido uno de los principales autores de una política de apaciguamiento ante las embestidas trumpistas sobre cuyas bondades cunden las dudas. Es cierto que no disponemos de la prueba contraria: ¿Qué habría pasado en caso de confrontación abierta? ¿Ruptura de la OTAN además de abandono completo de Ucrania? ¿Guerra comercial total? No sabemos. Pero sabemos que el apaciguamiento está dando pésimos resultados.
Alemania es a la vez la principal esperanza y el principal temor para la capacidad de resistencia de Europa en este nuevo mundo. Tercera economía del mundo —con un PIB de cinco billones de euros—, hogar de capacidades industriales e intelectuales que son cruciales para los desafíos de este tiempo, situada en el corazón del continente: múltiples factores consolidan su centralidad. Al mismo tiempo, sus errores del pasado reciente y sus tribulaciones actuales generan enorme preocupación. La gran coalición ya no es grande, con una mayoría mínima en el Parlamento y claras dificultades operativas. En este contexto, AfD, una de las ultraderechas más radicales de Europa, avanza al galope. La media de sondeos que recopila Europe Elects la coloca en el primer puesto, con un 26% de intención de voto. Además, Die Linke cuenta con un 11%, el populista BSW otro 4%. Los partidos mainstream no llegan al 60% todos juntos.
Los europeos afrontamos una guerra de supervivencia civilizatoria contra adversarios que, de distinta manera, quieren destruir nuestro modelo.
Putin quiere reconstruir el imperio ruso y erosionar sistemas democráticos europeos que ponen en evidencia su deleznable autoritarismo. Recurre a medios militares, de sabotaje e interferencia, como apunta una vez más la denuncia de este viernes, precisamente de Alemania, de intentos de alterar la campaña electoral de las legislativas de febrero.
Trump, como ha dejado claro su estrategia de seguridad, quiere empoderar las fuerzas europeas afines para consolidar su proyecto político y destruir el nuestro, cargándose de esta manera nuestra capacidad regulatoria y ofreciendo barra libre a los voraces apetitos económicos estadounidenses.
La resistencia europea es posible. Aunque estemos en dificultad, no hay motivos para languidecer en el pesimismo, hundirse en la resignación. Pero solo será posible con una Alemania sólida, centrada en la misión, firmemente europeísta. Ojalá lo consiga, ojalá lo consigamos.
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