Portavoces del muerto
Una de las consecuencias de la polarización es que hay a quienes les parece un demérito que la obra de un artista sea transversal


Se habrán enterado: el miércoles pasado murió Robe Iniesta, e incluso a los que no fuimos devotos de Extremoduro nos arrancaron algo. Porque siempre había un novio, una amiga o un tío para quienes sus canciones eran como el catecismo. Porque todos recordamos fiestas que cerraban con Salir en las que hasta los indies más estirados acababan gritando el estribillo. Porque no hay agenda de adolescente de los 2000 que no tenga una estrofa de Extremoduro escrita en alguna parte. Porque es imposible escuchar el arranque de Si te vas y no emocionarse un poco con ese “se le nota en la voz / por dentro es de colores”.
Como ocurre siempre en estos casos, las redes sociales se llenaron de condolencias pero a lo bestia: jamás había visto a tanta gente a la vez llorar a un muerto en forma de ceros y unos. Extremoduro ha sido la banda sonora de varias generaciones, de los jóvenes de los primeros 90 y de sus sobrinos e hijos. Han sonado en formato cassette en muchos primeros coches, en los discman que los chavales se llevaban a las excursiones, en los MP3 que se oían de camino a la universidad y en los iPod que se sacaban a escondidas en los recreos del instituto.
Veía todos esos stories, todas esas publicaciones en Instagram y X y todos esos estados de WhatsApp y pensaba que la muerte de pocos artistas podría provocar algo similar. Se me ocurrían apenas un par de nombres, que no voy a compartir con ustedes por pura superstición, no vaya a ser que acierte con la necroporra.
Esa noche se hicieron virales varias entrevistas de Robe, muchos recordaron sus canciones, hubo quien sacó del fondo del cajón esa camiseta tan mítica con la portada de Yo, minoría absoluta y quien rescató sus fotos de adolescencia con cinturón de tachuelas. Algunos aprovecharon para hablar de sí mismos, de los ratos que habían pasado con Extremoduro de fondo, de los amores y desamores a los que la banda le había puesto palabras. Con Robe Iniesta murió también la juventud de muchos.
Pero, como sucede de forma cada vez más habitual en la sociedad polarizada en la que vivimos, cuyo máximo exponente son las redes sociales, hubo quienes se autoproclamaron portavoces del muerto y quisieron quitarle el derecho a disfrutar de sus canciones o a llorar su muerte a quienes, según ellos, no eran dignos de tal privilegio. No fueron sus compañeros de banda, ni los miembros de su equipo, ni siquiera sus amigos o familiares, sino un puñado de presuntos fans, los que le afearon a personas tan dispares como Alberto Núñez Feijóo o el periodista Juan Soto Ivars disfrutar de las canciones de Robe Iniesta. ¿La razón? No tener la ideología que a esos presuntos fans les parecía conditio sine qua non para emocionarse con Extremoduro. Las respuestas no les tardaron en llegar, claro: decenas de fotos de Robe con personajes públicos de ideas dispares y cargos políticos de distintos partidos, incluidos de derechas.
Una de las muchas consecuencias de que la ideología sea el becerro de oro de nuestro tiempo es que hay a quienes les parece un demérito que la obra de un artista sea transversal. Según ellos, que puedas gustarle a personas que meten distintas papeletas en el sobre del voto cada cuatro años solo puede significar que no te has comprometido lo suficiente con la verdad. Verdad que reducen, claro, a la ideología que —difusamente, la mayoría de ellos— profesan. Pero el arte, cuando lo es, incluso si es arte político, no es constreñible a categorías tan estrechas. Y menos mal.
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