El debate | ¿Es legítimo atacar una obra de arte para protestar contra el cambio climático?
Las acciones de activistas en museos de todo el mundo para llamar la atención sobre el calentamiento global plantean la duda de si se trata de actos de desobediencia ante la inacción política o ataques injustificados contra el patrimonio cultural

En los últimos años han aumentado las protestas que implican atacar o alterar obras de arte con el fin de visibilizar la gravedad de la crisis climática. Ese tipo de actos asegura una atención mediática mucho mayor que una protesta tradicional.
La profesora María Dolores Jiménez-Blanco considera que el uso de la violencia o cualquier acción que ponga en riesgo el patrimonio cultural son inaceptables. La escritora Azahara Palomeque recuerda que a lo largo de la historia la desobediencia civil ha sido fundamental para lograr avances en materia de derechos.
La violencia es incompatible con una buena causa
María Dolores Jiménez-Blanco
El 4 de marzo de 1914, la sufragista anglocanadiense Mary R. Richardson rajó con un cuchillo de cocina la pintura de Velázquez que en España conocemos como La Venus del espejo y que en Inglaterra conocían como Rockeby Venus. El cuadro estaba a la vista de todos en una de las salas de la National Gallery de Londres, y Richardson, muy consciente del prestigio de la pieza y de su capacidad de atraer la atención del público, decidió atacarlo para protestar por la detención de una de sus compañeras del movimiento por el voto femenino, Emmeline Pankhurst. No era la primera vez que ocurrían cosas así en museos y otros espacios dedicados a la cultura, y tampoco sería la última.
Los móviles y las formas de las agresiones a obras de arte han sido muy variados. A lo largo de la historia el simple vandalismo ha alternado con los problemas de salud mental: todavía recuerdo el impacto del ataque a la Pietá de Miguel Ángel el 21 de mayo de 1972, obra del geólogo László Tóth, que se creía Jesucristo. Pero en la mayoría de los casos esas agresiones se amparan, como ocurrió con La Venus del espejo, en factores ideológicos, en grandes causas que pretenden justificar estas acciones como protesta social o activismo. El aura intemporal de la obra en el museo se cruza así con la temporalidad histórica. Por ejemplo, en el contexto de la guerra de Vietnam, Tony Shafrazy decidió escribir con tinta roja “Kill Lies All” sobre el Guernica de Picasso, entonces custodiado en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Dijo que quería devolver al cuadro su poder de denuncia para protestar contra el posible indulto al militar responsable de la masacre de My Lai. Análogamente, hemos conocido ataques destinados a alertar sobre el cambio climático que han conseguido de manera inmediata la atención de los medios. Curiosamente, en algunos de estos últimos casos la acción tuvo un carácter sobre todo simbólico porque se realizaba o bien sobre el marco o bien sobre obras protegidas con cristal. Así se conseguía la deseada publicidad sin causar daños irreparables al objeto artístico cuidadosamente escogido, desde Van Gogh hasta Goya pasando por Leonardo. Interesa destacar este hecho, que parece un detalle menor pero no lo es.
Todo ello permite obtener una conclusión: las obras de arte importan. ¿Por qué? Porque forman parte de nuestra educación sentimental, nos configuran y nos interpelan. Porque tienen que ver con nosotros mucho más de lo que sabemos o imaginamos. Paradójicamente, el consenso general que subyace bajo los ataques a obras de arte es justamente ese. Aquí surge cierta perplejidad: partiendo de ese obvio consenso general, ¿por qué el arte no ocupa un lugar más alto en las prioridades de los gobiernos? ¿Por qué no se toman en serio su sentido patrimonial y su fuerza emocional quienes deben velar por su producción, su promoción, su interpretación, su custodia y su difusión?
En el revelador libro En busca del pueblo. Cultura material y museos, Aurora Fernández Polanco y Pablo Martínez explican que, aunque a veces no seamos conscientes, en los museos —grandes y pequeños— las obras de arte y la museografía construyen una trama indisoluble que revela una historia que asumimos como nuestra. Es lo que llamamos cultura, canon, tradición. Demasiado a menudo la asumimos acríticamente, pero tampoco cuando la analizamos críticamente renunciamos a ella. Así lo demuestra nuestro sobresalto cuando escuchamos noticias sobre ataques a obras de arte en museos, sea cual sea la causa a la que respondan. En algunos casos, el propio sobresalto ante un ataque confirma la pertenencia de la pieza a eso que llamamos cultura. Incluso cuando se trata de objetos como Fountain, de Marcel Duchamp, que se concibieron justamente para cuestionarla.
Siempre podrá argumentarse que la supervivencia del planeta o de la humanidad —o de una parte de ella— están por encima de la conservación de la cultura en general o de determinadas obras en particular. Pero esa línea de pensamiento es muy peligrosa: tanto la destrucción de imágenes de los movimientos iconoclastas de siglos atrás —o del Afganistán reciente— como la de lo que se llamó “arte degenerado” en la Alemania nazi decían responder a fines supuestamente elevados y regeneradores. Si la definición de fin superior es siempre discutible, la violencia difícilmente casa con nada elevado, y a menudo engendra más violencia. Quizá no sea casualidad que Mary R. Richardson liderara posteriormente la sección femenina de la British Union of Fascists.
Pintar un futuro habitable
Azahara Palomeque
“No habrá arte en un planeta muerto”. La primera vez que escuché esta frase fue por boca de Marta Moreno Muñoz, artista responsable del proyecto The walk: un viaje mayormente a pie desde Granada al permafrost para alertar sobre la emergencia climática. Marta realizó un documental durante su periplo, y ese material forma parte de una tesis doctoral que está a punto de terminar. Ella, como tantos otros activistas, aúna una profunda actividad intelectual con la capacidad política de construir una conciencia colectiva que esté a la altura de la crisis ecosocial que atravesamos. Ella, también, ha participado en actos de desobediencia civil similares a aquellos donde se arroja pintura contra obras de arte, manchando a veces los marcos o el cristal que las cubre, pero nunca los lienzos en sí mismos. Ocurre que, en ocasiones, quienes provocan un daño simbólico en cuadros de gran valor son los mismos que adoran el arte con una dedicación y una ética que superan a las del ciudadano medio; y lo hacen porque saben que, sin un ecosistema viable, nuestra especie no logrará crear belleza. Sus detractores los acusan de vandalismo; mientras tanto, la ciudadanía sensibilizada quizá consiga entender sus acciones, libre de prejuicios.
Confieso que ajustar mi propia comprensión del desastre ecológico en marcha a la discursividad de este tipo de performances, pacíficas en su repercusión civil pero agresivas en el gesto, me costó muchas reflexiones. El arte nos humaniza; constituye una forma de transcendencia y ensalza la cotidianidad para trasportarnos a un lugar mejor; espiritualiza nuestras existencias banales y educa, como dejaron patentes las Misiones Pedagógicas. Sin embargo, es difícil sacralizarlo cuando ya hemos alcanzado 1,5°C de calentamiento global —esa cifra que, según el Acuerdo de París, había que evitar a toda costa— y sufrimos terrores tan dolorosos como la Dana de Valencia, cuyo aniversario acabamos de conmemorar. Precisamente, lanzar una lata de pintura o amarrarse con pegamento en un museo, y hacerlo por la justicia climática, guarda el poder de yuxtaponer lo sublime y el horror, generando nuevos lenguajes que sustituyen al vacío actual de los acuerdos incumplidos. En otras palabras, esas protestas impopulares confrontan la teleología atribuida al tiempo histórico —cristalizada en las pinacotecas—, la inteligencia de hombres y mujeres para producir obras perdurables, con la urgencia de un problema que desafía nuestra supervivencia a medio-largo plazo y el analfabetismo social a la hora, no de imaginar soluciones, sino de implementarlas.
Este hecho, que únicamente puede darse en el reino artístico, evoca la gran pregunta que formuló Theodor Adorno en mitad de una destrucción de la que solo es posible nuestra civilización: ¿es posible la poesía después de Auschwitz? La versión actualizada de aquella reflexión filosófica invita a pensar, como Marta, qué tipo de creación humanística saldrá a la luz en la era de las tinieblas medioambientales. Ahora que se está celebrando la COP, no está de más recordar las largas décadas durante las cuales hemos sido testigos de cumbres parecidas e inútiles; tampoco que los compromisos resultantes de ellas no son vinculantes para los gobiernos; que hallamos una desigualdad de base en cuanto que las consecuencias más nefastas de la catástrofe afectarán especialmente a quienes no la han provocado: países del tercer mundo, y las generaciones más jóvenes; que se está anteponiendo la pervivencia de un sistema económico a la de la vida. Si toda esta urdimbre de iniquidades y despropósitos no cabe en las cabezas de los principales mandatarios, sometidos habitualmente a presiones corporativas, y tampoco hay una masa crítica ciudadana dispuesta a mudar de hábitos, ¿cómo azuzar un mínimo cambio social?
Ojalá el último resorte para generar la reacción mediática necesaria no fuese atacar con esa virulencia los soportes de lienzos tan preciados. Un mapa geopolítico responsable ya se habría valido de mecanismos democráticos destinados a atajar esta debacle desde el momento en que las primeras señales de alarma fueron publicadas. Por desgracia, la historia nos ha demostrado que ha hecho falta desobediencia civil con el fin de abolir la esclavitud, garantizar el sufragio universal, dotar de derechos a las mujeres, o promulgar la independencia de los países colonizados. Nadie muere cuando se lanzan pigmentos a cuadros, y miles de personas lo hacen al año por la debacle ecológica. La violencia, por tanto, no recae en la labor de estos activistas.
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