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tribuna
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La soledad de Ucrania

Europa no puede repetir la traición a Checoslovaquia en 1938 o a la República española en 1936

faraldo 13 08 2025
José M. Faraldo

A la generación de Albert Camus la derrota de la guerra de España le enseñó que uno podía tener razón y ser derrotado, y que “a veces el coraje no obtiene recompensa”. Para la mía, esa misma enseñanza nos la ha proporcionado la guerra de Ucrania. También en 1938, en Múnich, la misma generación de Camus pudo comprobar cómo la Alemania nazi y la Italia fascista, junto con las democracias británica y francesa, decidieron la partición de Checoslovaquia sin contar con ella. ¿Serán las negociaciones que ahora se prevén en Alaska un nuevo Múnich, en el que potencias extranjeras decidirán la suerte de los ucranios desde fuera?

En febrero de 2022, la invasión rusa pareció que iba a arrollar al joven Estado del mar Negro. La comunidad internacional ya había callado la boca cobardemente unos años antes, cuando el régimen de Putin invadió parte del país, Crimea, Donbás, y poco a poco lo fue anexionando a Rusia. Pero esta vez, en 2022, Ucrania resistió, destruyó las columnas rusas que pretendían acabar con su independencia y su estatalidad, expulsó a los rusos al otro lado del Dniéper, mantuvo el frente durante años a costa de esfuerzo, valor, sacrificio, inteligencia y decisiones militares casi siempre acertadas.

Pero frente al gigantesco Estado putinista, Ucrania solo podía defenderse si contaba con el apoyo de sus aliados. La ayuda que no se le había prestado en 2014 —unas sanciones ridículas no cuentan como ayuda— vino en 2022. En ese momento pareció que ya era imposible no hacer nada y una cierta dosis de apoyo y solidaridad internacional fue llegando. La Unión Europea, por primera vez, dio la impresión de creerse su papel en el continente. Quizá porque algunos líderes —muy pocos, Josep Borrell, por ejemplo— se dieron cuenta de que, si no se paraba entonces a Vladímir Putin, la paz y la prosperidad en Europa eran imposibles. También Estados Unidos. En 1994 Bill Clinton se había comprometido con Ucrania en Budapest. Ucrania dejó de albergar misiles nucleares y a cambio se le aseguraron sus fronteras. Esa entelequia denominada “Occidente” le dio su palabra y tras febrero de 2022, por un tiempo, Estados Unidos y Europa honraron aquella promesa. Pero siempre con incomodidad. Parecía que, como la República Española en otro tiempo, Ucrania molestaba. ¿Por qué estos pesados y rebeldes ucranios no se conformaban? Sería más fácil para todos, que se aguantaran con las pérdidas, que se resignaran a la ley del más fuerte y no montaran jaleo en la esfera internacional. Pero los ucranios, con todos sus problemas y con todos sus errores, pero con la seguridad que les daba saber que la suya era una causa de supervivencia, no se dejaron amedrentar.

Porque lo que el programa imperial de Vladímir Putin le depara a Ucrania no es solo —como le pasó a la República española— más décadas de una nueva dictadura. El imperialismo ruso pretende destruir por completo, material, biológica y espiritualmente a la nación ucrania. Colonizar su territorio, sustituir a sus habitantes.

En los últimos tiempos se habla en Europa de limpiezas étnicas y de genocidios en otros lugares del mundo, especialmente en Gaza, donde el Estado israelí conduce desde hace dos años una limpieza étnica de tintes genocidas. Pero todavía más cerca, a pocos kilómetros de Berlín, de Praga, de Varsovia, en nuestro propio continente, se está produciendo una destrucción sin freno que no le va a la zaga. ¿No es limpieza étnica el que seis millones de ucranios hayan tenido que huir de su país y continúen todavía como refugiados en muy diversos lugares? ¿No es limpieza étnica que haya más de tres millones de desplazados en la propia Ucrania? ¿Que más de 10.000 civiles y más de 40.000 soldados hayan muerto en Ucrania? ¿Que haya miles de niños ucranios robados, que están siendo dados en adopción dentro de la Federación Rusa en una forma que recuerda a los niños robados por la dictadura franquista y la dictadura argentina? ¿Qué cada día los drones y misiles rusos asesinen a civiles inocentes en ciudades que, pocos años antes, estaban creciendo y modernizándose a gran velocidad? Cualquiera que vea las imágenes de Mariúpol ahora no podrá distinguirlas de las de las ciudades polacas arrasadas por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. O de las de la guerra de España. Toda la destrucción de Gernika cabe en un barrio de Bajmut.

En 1937 la República española —asediada por dentro y por fuera— fue sin embargo capaz de controlar la violencia política desatada el año anterior y de impedir que se repitieran en España las purgas de Stalin. El Estado de derecho se pudo preservar, pese a todo. Como la República española durante la Guerra Civil, Ucrania ha demostrado una y otra vez que es una democracia, corrupta y con sus fallos pero a mil años luz de las autocracias que la rodean. Incluso en plena guerra los ucranios han sido capaces de salir a la calle a protestar contra decisiones peligrosas —autoritarias— de su liderazgo y han conseguido echarlas abajo. En medio de la agresión cotidiana de los drones y misiles de Putin, los ucranios viven, trabajan, crean. Por mucho que haya en la izquierda española quienes acusan de “dictador” a Zelenski, y tachan de “nacionalistas” a quienes, no hay que dudarlo, combaten por su nación.

Y ahora se prepara una nueva traición, como en el Múnich de 1938, cuando Europa permitió que el totalitarismo aplastara a Checoslovaquia, sin que esto sirviera para impedir la guerra. O como el abandono de la República española por las potencias democráticas europeas, que, con la excusa de la neutralidad, dejaron que el fascismo destruyera a la joven democracia.

Y así es. Hay voces que hablan hoy de paz como si estuviéramos todavía en los años de la Guerra Fría. Aceptan la paz impuesta por un dictador, con la fuerza de las armas y sin rebajar sus objetivos, sin escuchar la voz de los propios ucranios, que son los mayores interesados. Como a la República Española asediada por el fascismo, a Ucrania se le ha culpabilizado por resistir. Como a la República Española, a la que se le acusó de servir a Stalin, a Ucrania se le ha tachado de ser un siervo de la OTAN.

Pero el “no a la OTAN” hoy solo significa, solo puede significar, que tengamos alguna alternativa propia, europea. Europa necesita armas. Armas propias, que no dependan para su producción ni para su mantenimiento de fábricas externas a nosotros. Que su técnica y su planificación descansen en la capacidad europea de crear y defenderse. La izquierda populista —como la derecha cobarde— habla de que el dinero de las armas se detraerá de otros fines, sociales según unos, nacionalistas según otros. Pero si no se para el programa imperialista y fascista de Vladímir Putin, no habrá justicia social que reclamar, ni fines sociales que atender. No podemos esperar como la República española en el invierno de 1939, cuya esperanza era que el estallido de la guerra mundial le salvara, porque las potencias antifascistas, entonces, quizá, se decidirían por fin a ayudarla. Si Ucrania cae hoy, como Checoslovaquia en 1938, como España en 1939, no quedará tiempo para Europa.

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