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tribuna
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El Bien, la Verdad y la Belleza

Las enmiendas a la totalidad del presente suelen evocar glorias pasadas. Sus promotores nunca imaginan que hubiesen ido a galeras

El bien, la verdad y la belleza. Enrique Andrés Ruiz

Hace unos meses, por televisión, escuché algo que me sorprendió. Era la ocurrencia culturalista, desde luego inesperada, de un político en un mitin, aunque seguramente estuviera inducida por algún consejero. Luego he vuelto a escucharlo en boca de otros, y entonces ya sé que se trata de un auténtico eslogan echado a rodar con intención persuasiva, como todos los eslóganes.

Su presentación aislada de todo contexto permite que un eslogan sirva como bandera de lo que sea, y así funcionan, de hecho, los lemas comerciales. El poeta Gabriel Ferrater recomendaba considerar la poesía no como ese objeto aislado, sino como la cúspide de toda una pirámide histórica y social de la que emerge y a la que debe su sentido. Más o menos como la punta de un iceberg presupone una enorme y oscura masa de prosa (la economía, la sociedad, las creencias…) sin la cual la poesía se disolvería en el agua.

Sin embargo, a ambos extremos del dualismo político en que vivimos los argumentos prefieren servirse de la poesía sin más, a secas, sostenida en el vacío, como en las herencias tomadas a beneficio de inventario. La actitud afecta por igual (aunque a la inversa) a las dos facciones en liza. Pero esta vez una de ellas parece haber logrado una perla de gran voltaje, no aquella simple ocurrencia. En la clausura del encuentro Patriotas por Europa, celebrado por Vox en Madrid con las formaciones internacionales afines, Santiago Abascal arengó en defensa —dijo— “del Bien, la Verdad y la Belleza”, para reconocer después en el presidente Trump a “un compañero de armas” en esa batalla. Desde entonces, el eslogan se ha podido escuchar o leer en otras ocasiones.

Siempre me ha parecido que Vox era un partido de intelectuales. No hablo, claro está, de sus votantes, sino del intelectual cercano que no forzosamente ha sido siempre conservador, sino que, arrepentido, quizá, o no suficientemente favorecido por la izquierda de su juventud, ofrece ahora munición más o menos culta para la confección de argumentos. Es muy de intelectuales eso de escoger de manera exenta, teórica, sin trato con la vida, la representación más beneficiosa, es decir, la más eficaz —nos seguimos moviendo en el terreno publicitario— según los intereses. A las ideas se les puede dar la vuelta como a un calcetín, decía un gran escritor, viejo amigo. Si la apelación antimoderna de Abascal a los universales metafísicos le hubiera nacido de las tripas, si hubiera tenido al menos el arrojo modernísimo de Péguy o de Hugo Ball... Pero no sonó a eso. Sonó a estandarte, a contraseña.

Las enmiendas a la totalidad del tiempo presente suelen evocar imágenes gloriosas de otras épocas, el siglo XVI español, por ejemplo, o, si es presentada por un nuevo liberal, la de la Ilustración (ya de por sí luminosa). Sus promotores no han imaginado ni por un momento que en aquellas circunstancias les hubiera tocado a ellos a galeras. Como decía Jean Cocteau en El secreto profesional: “Creen que una época puede equivocarse o que ellos se equivocaron de época, pero si vivieran en aquella por la que suspiran (…) suspirarían por otra más antigua todavía".

Y esta es la consecuencia de la intelectualización de las cosas, que consiste, principalmente, en tomar la poesía de manera aislada, como un elemento flotante sobre las determinaciones de la realidad, que quedan ocultas. Es también lo propio del mundo y de la cultura pop que Fredric Jameson hizo corresponder, en definitiva, con “la lógica cultural del capitalismo tardío”. Las imágenes bailan liberadas de los objetos. Nuestra economía cultural es la de los simulacros y sucedáneos virtuales que conforman la vida práctica, pero que el intelectual, no obstante, considera un estorbo para sus especulaciones. Mientras en lo cultural y lo simbólico el hater conservador o neoliberal deplora este presente que nos ha tocado vivir, el sistema económico, industrial y tecnológico que lo sustenta merece su defensa más encrespada. En definitiva, no parece dispuesto a comprender que la plataforma sumergida y la punta del iceberg forman parte de la misma masa.

¿Quién habrá importado, desde los libros de filosofía, el eslogan de Vox? ¿Un sacerdote? ¿Un viejo libertario que ha encontrado nuevos amigos frente al marxismo? La tríada del Bien, la Verdad y la Belleza siempre estuvo, declaradamente o no, en la base de la llamada ”guerra cultural” a la que convocó en su día el presidente Aznar. La civilización estaba echada a perder por la crítica, el relativismo y la duda. Ocurre, sin embargo, que sin la duda, la crítica y el relativismo, el sistema de tecnología, industria y consumo, sencillamente, no existiría. No existiría la democracia. Tampoco las criptomonedas. Ni la inteligencia artificial. Ni los videojuegos. ¿Cómo hacer compatibles los videojuegos con el Fedro o el Timeo? ¿Cómo va a ser Trump el aliado en la defensa del Bien, la Verdad y la Belleza?

En el otro extremo de nuestro antagonismo estructural, también el hater progresista de tipo eco-género-poscolonial deplora el tiempo presente. Pero, al revés que su simétrico adversario, ve en el orden cultural y moral contemporáneo una constelación de conquistas luminosas, ensuciada, si acaso, por la gran masa de realidad financiera, energética y consumidora sobre la que todo eso se sostiene.

La aceleración de nuestra vida práctica no se explica sin la previa extirpación de las resistencias que para la expansión del capital y sus tecnologías significaban creencias y liturgias centenarias o milenarias. En muchísimos casos, son los mismos colosos económicos quienes financian interesadamente el orden cultural del que el conservador y el neoliberal abominan. Por su lado, la poesía irredenta de la revolución nunca reconocerá el gran cimiento de prosa que la sostiene. Anticapitalista por definición, pagada de su rebeldía y furor subversivo, la cultura contemporánea oculta su sostén bajo las aguas. Millonarios y millonarias con fortunas labradas en áreas industriales sobre las que los artistas disparan sus valientes exabruptos se convierten en sus mejores mecenas. Prescriptores culturales bien cubiertos por las más avanzadas terapias ensalzan si se tercia los rituales chamánicos amenazados por el progreso. Sin el hipercapitalismo detestado no cabe concebir, en fin, la transgresión que el progresismo considera una poesía que le pertenece.

El tiempo, sin embargo, es a cada hora masivo, singular y concreto. Escoger intelectualmente de su constitución compacta sólo aquello con lo que simbólicamente —o sea, imaginariamente— deseamos identificarnos, es, sencillamente, un fraude. Lo es la elección simultánea de la metafísica filosófica (en lo simbólico) y de la industrialización hipercapitalista (en lo económico): es como armar el rompecabezas infantil con la cabeza del avestruz sobre el cuerpo del hipopótamo. Pero también lo es la selección de elementos culturales o morales o políticos que se promueve desde los centros de cultura contemporánea como representación del presente, impugnando, no obstante, la condición necesaria que tiene para aquellos la realidad tecnológica y económica. Ahora es como si colocáramos la cabeza del hipopótamo sobre el cuerpo del avestruz.

Los viejos álbumes de cromos y algunas historiografías seguramente trasnochadas utilizaban epígrafes como “el hombre primitivo”, “el hombre del feudalismo” o “el hombre de la Ilustración”. Resultaba esquemático, sin duda. Pero dentro de mucho tiempo decir “el hombre o la mujer del capitalismo” responderá con más veracidad y justicia a la descripción de un modo de vida que fue el de todos. Para entonces, haber escogido un lado u otro del mismo tiempo no tendrá ninguna importancia.

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