Cuando Mao ordenó destruir el pasado
El historiador Frank Dikötter muestra cómo la simple sospecha de que llevaran al enemigo dentro le permitió al líder chino librarse de sus enemigos


El 23 de agosto de 1966 los Guardias Rojos decidieron actuar en Shanghái contra 36 floristerías. Las flores eran contrarrevolucionarias. Así que procedieron con diligencia, y durante varios días fueron destruyendo parterres e invernaderos y se cargaron todos los jardines que encontraron a su paso. En los inicios de la Revolución Cultural, que Mao puso en marcha durante ese mes, se produjo también una masacre de gatos. A los felinos se los consideraba un símbolo de la decadencia burguesa, era urgente acabar con ellos. El partido elaboró una larga lista de los objetos sospechosos y aquellos grupos de entusiastas empezaron enseguida con los registros domiciliarios. Se presentaron, por ejemplo, en la casa de Nien Cheng, la viuda de un antiguo directivo de una empresa extranjera, la Shell. La encontraron en su estudio leyendo Auge y caída del Tercer Reich, de William Shirer, y cuando quiso reaccionar la apartaron dándole una patada. Eran entre 30 y 40, se dispersaron por las habitaciones, iban tirando los espejos, destrozando antigüedades, encendieron una hoguera para quemar los libros, hicieron añicos las porcelanas y rasgaron los vestidos de seda y piel.
Tras las críticas que Jruschov hizo de Stalin en febrero de 1956, unos años después de su muerte, Mao Zedong se empezó a poner nervioso. Compartía la filosofía y los métodos brutales del líder soviético, y no quería que en China se produjera nada que oliera ni de lejos a revisionismo. Así que tomó las riendas con firmeza y encontró una fórmula de una incontestable eficacia para seguir adelante en la construcción de una sociedad comunista. Consideraba que, incluso en una persona que jamás hubiese mostrado inclinaciones políticas, en algún lugar profundo de su corazón habitaba camuflado el enemigo capitalista. Y era necesario extirparlo. Evidentemente, fueron Mao y los suyos dentro del partido quienes sabían con certeza quiénes eran los contagiados por el virus contrarrevolucionario, Y tiraron de los más jóvenes para que procedieran en la tarea de hacer la limpieza y las purgas. Lo cuenta el historiador Frank Dikötter en La Revolución Cultural. Una historia popular (1962-1976), que publicó Acantilado en abril y que cierra su trilogía del pueblo, un escalofriante recorrido, lleno de detalles y al hilo de una abrumadora documentación, sobre la China que surgió tras la revolución comunista.
Durante los diez años que duró la Revolución Cultural murieron entre un millón y medio y dos de personas, pero las heridas que quedaron alcanzaron a muchísimos más. “Les arrancaban la lengua, les extraían dientes con alicates, les sacaban los ojos de las cuencas, les marcaban la carne con hierros”, explica Dikötter de la represión en Mongolia interior. “Las mujeres sufrían abusos sexuales, y les quemaban los pechos, el vientre y las partes sexuales con barras calentadas al fuego”.
Ahora que de casi todo hace 50 años: el plan de Mao fue destruir y erradicar todas las trazas del pasado, y fue brutal. En 1971, y con Nixon haciendo guiños desde Washington, de pronto el supremo líder comentó que Estados Unidos estaba “evolucionando de simio a hombre, todavía no son hombres del todo, aún tienen cola”, y empezó a moverse con extrema prudencia en otra dirección. En España hubo también por aquellos años partidos que se decían maoístas. A estas alturas es difícil saber si entre sus objetivos a batir habían incluido también las flores, los gatos, las porcelanas y, claro, cuantos tuvieran escondido en sus entrañas algún rastro burgués.
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