Mi abuela ‘crosfitera’
Observo a esos hombres jóvenes cargando como Sísifo con mancuernas y pesas rusas y no puedo evitar acordarme de la pobre Mimount y sus cántaros de agua dulce


Si hubiera podido acceder a uno de los muchos gimnasios que pueblan nuestras modernas ciudades occidentales, mi abuela no entendería a qué viene tanto sudor, tanto sofoco y todos esos exagerados resoplidos que sueltan los jóvenes de músculo atrofiado al levantar pesos que a ella le parecerían de lo más livianos. Y no porque fuera especialmente forzuda, era una mujer normal en un mundo rural sin ayudas para nada, ni cochecitos para transportar criaturas ni lavadoras. En la aldea las máquinas eran ellas.
Observo yo a esos hombres jóvenes (y cada vez más mujeres) cargando como Sísifo con barras y enormes pelotas negras, mancuernas y pesas rusas, y no puedo evitar acordarme de la pobre Mimount. Toda su vida estuvo trayendo el “agua dulce” en un cántaro cuya forma esférica me fascinaba de pequeña. Casi tanto como los vientres hinchados de las mujeres embarazadas. ¿Cuánto pesaría el botijo fresco del que bebíamos todos? ¿De qué materia resistente estaba hecha la madre de mi padre para ir y venir por el largo camino a la fuente así cargada, tantas veces a lo largo de toda su vida? Cuando no era el cántaro, era el hatillo de ropa húmeda lavada en el río, el enorme bulto de ramillas para el fuego, estampa que quedaría en el ojo del extranjero como símbolo del sometimiento de las moras a esos hombres que las dejaban ocuparse de las más arduas tareas. Y es que en mi cultura de origen, patriarcal y rural, se transmitieron toda suerte de valores sobre lo que eran o tenían que ser las mujeres, pero por lo menos nos ahorraron ese tan victoriano que vinculaba feminidad con falta de fuerza física, con fragilidad y delicadeza, incluso pequeñez y delgadez. Quién sabe si la promoción del modelo anoréxico de belleza no tenga su origen en esa idea romántica de la damisela pálida a punto siempre de desfallecer. Una imagen que habría sido desmontada con solo echarle un vistazo a las trabajadoras en fábricas, en minas y el campo de esa Europa decimonónica, y que eran de todo menos debiluchas enclenques.
Todo esto pienso para distraerme mientras cumplo con el imperativo salubrista de pasar un aburrido rato en la elíptica. Voy sin ir a ningún lado mientras mis compañeros de sala siguen cargando pesos inútiles por buscar el estímulo perdido del músculo que antaño servía para ganarse uno el sustento. Mi abuela se reiría de nosotros, los que vamos al gimnasio a sudar y pagamos por ello. No entendería que Sísifo, ya liberado del castigo divino, sufre el dolor de la inactividad y el sedentarismo y ahora lleva la roca para no morir.
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