El virus de la corrupción
El código penal no es suficiente. Hay que inocular en la sociedad española valores que la inmunicen contra la tentación de apropiarse de los caudales públicos


El término corrupción es polisémico. Tener un comportamiento corrupto puede afectar a muchas facetas de la vida de una persona, pero lo que siempre estará presente en la vida política y preocupa a todas las sociedades democráticas es el comportamiento de quienes, dedicándose a una actividad pública, deciden enriquecerse ilícitamente a costa del patrimonio de todos. A muchos no les extrañará que ya en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, los revolucionarios franceses incluyeron en su artículo 15 que “la sociedad tiene derecho a pedir cuentas de su gestión a cualquier agente público”.
La corrupción tiene unas raíces profundas y viene de tiempos remotos. En nuestro país tenemos numerosos ejemplos históricos y literarios que explican, en cierto modo, los sucesos del presente. En la literatura podemos citar a los clásicos: el Quijote (Consejos a Sancho para gobernar la Ínsula Barataria: “Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico”) y todo el rico género de la picaresca. Ya en tiempos recientes, Javier Pradera, con su ensayo Corrupción y política: Los costes de la democracia avisó de los riesgos.
La historia es más rica en ejemplos. El lugar preferente lo ocupa el Duque de Lerma. Su valido Rodrigo Calderón fue ejecutado por sus desmanes económicos, pero el duque no estaba dispuesto a sufrir el mismo destino, por lo que, con la aquiescencia del rey Felipe III, solicitó a Roma el capelo cardenalicio para poder beneficiarse de la inmunidad legal que este cargo concedía. La voz popular compuso una coplilla cuya letra decía: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”.
Creo que antes de abordar las medidas legislativas para prevenir la corrupción, tanto en el ámbito del sector público como en el privado, conviene advertir que el objetivo de la corrupción cero es difícilmente alcanzable. La cultura jurídica anglosajona, más pragmática, se plantea como horizonte posible, una política de reducción de riesgos y de efectos.
España dispone, en estos momentos, de instrumentos jurídicos y organismos públicos suficientes para detectar y perseguir las actividades delictivas relacionadas con la corrupción. En el año 2003, España firmó la Convención de Naciones Unidas sobre la corrupción que abarcaba también al sector privado, tomando conciencia de que, detrás existe un germen que destruye y degenera la vida democrática, así como las libertades, la salud, la economía, no solo en lo general, sino también en lo particular.
En 1995 se creó la Fiscalía Especial contra la Corrupción y la Criminalidad organizada con amplias competencias, pero escasa dotación de personal, problema que persiste en la actualidad. Existen organismos especializados sobre todo en materia de fraudes tributarios (la Agencia Tributaria y la ONIF) y, en la detección del blanqueo de capitales, el SEPBLAC. En el año 2014 el Gobierno, presidido por Mariano Rajoy, presentó una serie de medidas para combatir la corrupción, alguna de las cuales han sido reproducidas, recientemente, con algunas aportaciones, por el Gobierno presidido por Pedro Sánchez. En mi opinión tiene especial relevancia la promulgación del Real Decreto 948/2015, de 23 de octubre, por el que se crea la Oficina de Recuperación y Gestión de Activos. Tiene como objeto facilitar instrumentos legales que sean más eficaces en la recuperación de activos procedentes del delito y en gestionarlos económicamente.
Siguiendo las recomendaciones de la OCDE, del GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) y de la Comisión Europea, se crea una Agencia de Integridad pública para la prevención, supervisión y persecución de las prácticas corruptas que, al mismo tiempo, desarrollará estudios demoscópicos anuales sobre la percepción y experiencia directa de la corrupción en España propiciando campañas de concienciación ciudadana y refuerzo de la formación de los empleados públicos en integridad y prevención. Permítanme un cierto escepticismo. Ya en la Constitución de 1812 se decía que los españoles debían ser “justos y benéficos”.
Recuerden el mensaje “Hacienda somos todos”, que para la Abogacía del Estado era un simple slogan que no permitía el ejercicio de la acción popular para perseguir los fraudes a la Hacienda Pública. Está en trámite una reforma de la acción popular que la elimina para perseguir los delitos fiscales. Como se conoció en su momento, pero inmediatamente olvidado, existe una querella (25 de noviembre de 2024) contra el rey emérito Juan Carlos de Borbón y Borbón por haber cometido, entre otros, cinco delitos contra la Hacienda Pública. El recurso de súplica, ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo, se demoró más de dos meses. Recientemente se ha resuelto con un auto de cuatro líneas y media en el que, en síntesis, se dice: la lectura detenida de las alegaciones de la parte recurrente pone de manifiesto la inviabilidad de practicar una serie de diligencias y la apertura de una causa criminal.
Los instrumentos legales y los organismos encargados de fiscalizar el cumplimiento de las obligaciones legales no son suficientes. La tarea pendiente pasa por inocular en la sociedad valores éticos que la inmunice contra la tentación de aprovecharse de los resquicios para apropiarse de los caudales públicos. En otros países, desde la escuela, se trasmite el valor de la integridad moral y el respeto por los valores éticos que deben presidir las relaciones tanto en lo público como lo privado.
La increíblemente denostada Educación para la Ciudadanía era una vacuna muy potente para inmunizar el cuerpo social contra las tentaciones, siempre presentes, en cada uno de nosotros, de caer en el pecado capital de la codicia. La educación pública, por supuesto, así como la concertada, tienen la responsabilidad de reforzar el sistema inmunitario. No sé si la corrupción es pecado, pero no duden que es un cáncer para la democracia y una puerta abierta para el advenimiento del autoritarismo.
La corrupción es un virus que hay que combatir con vacunas eficaces. La ética y la religión pueden ayudar a minorizar estos males. Los países nórdicos y todos aquellos que profesan o provienen de religiones luteranas, tienen una mayor conciencia sobre el cumplimiento de los deberes cívicos y la responsabilidad que se adquiere al desempeñar una función pública o se actúa en las relaciones comerciales privadas. La religión católica, tal como la conocemos en la vida de nuestro país, no ha contribuido a fortalecer el cuerpo social frente al virus de la corrupción.
La Iglesia, obsesionada con el sexto mandamiento, ha relegado a un segundo plano otros valores. En teoría, los mandamientos de la Iglesia deberían ayudar a los católicos a mantener una conducta moral y ética en sus acciones diarias, promoviendo valores como el respeto, la honestidad y la rectitud. Está bien no robar o codiciar los bienes ajenos, pero hay otros mandatos como la rectitud en el desempeño de las funciones públicas y la honradez en las relaciones privadas. No se conocen casos de corruptos que hayan devuelto voluntariamente el botín acumulado, como ordena el séptimo mandamiento.
Cuando creíamos que la corrupción se producía solo en el ámbito de las competencias de las Administraciones públicas y en el sector privado, con el caso Montoro hemos conocido la alarmante noticia de que sus efectos nocivos habían llegado a las puertas de las actividades legislativas. Si no se actúa, con la precisión de un cirujano, contra esta gangrena, los pilares de la democracia se descomponen, con el consiguiente efecto demoledor sobre el sistema democrático.
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