Gaza en el espejo de Varsovia
Hay una coherencia siniestra entre la estampa de los niños de la Franja y los del gueto


No es cierto que todas las muertes sean iguales. Ni siquiera todos los asesinatos. Existen formas de crueldad agravada que desvelan un ánimo singularmente diabólico en su ejecución. El exterminio de millones de personas, en su mayoría judías, en los campos de concentración nazis, conmovió a la humanidad y a la historia no solo por su número dramático, sino también por su deliberada planificación. La sublimación de una razón instrumental asesina o la eficiencia industrial al servicio del horror fueron componentes que extremaron la responsabilidad irremisible de quienes programaron, toleraron o ejecutaron la mal llamada solución final. Matar de hambre y de forma indiscriminada a la población de Gaza es otra expresión límite de la crueldad humana.
Tras los sanguinarios actos terroristas perpetrados por Hamás el 7 de octubre de 2023, Israel emprendió una operación militar refugiándose en la cláusula más incontestable del ius ad bellum: la legítima defensa. Aquel argumento se volvió inverosímil a medida que se violaban principios básicos del derecho internacional humanitario en la respuesta. Los chicos malos del realismo político corrieron a justificar que a un monstruo solo se le puede combatir con otro monstruo, olvidando que una de las mayores conquistas de la civilización que dice defender Israel es que, incluso en la guerra, hay reglas que jamás deben traspasarse. La condición indiscriminada de los ataques ordenados por Netanyahu pulveriza, por otra vía, la misma coartada: en un ataque indiscriminado no hay ningún monstruo que combata a otro monstruo. Hay una irresponsabilidad ciega y decidida, en la que se ejerce una violencia letal sobre población civil e inocente. Que nadie se esfuerce en buscar razones para justificar esta brutalidad, porque no existen.
Walter Benjamin concibió la historia en forma de imagen, y es precisamente una imagen repetida la que vuelve a hacerse presente en la figura de niños desnutridos con la piel pegada al hueso. Cuando el mal se expresa de forma tan aterradora, solo nos queda el recurso de la negación directa. No puede ser, no debe ser, y han de activarse cuantas fórmulas estén en nuestra mano para evitarlo. Hay una coherencia siniestra entre la estampa de los niños de Gaza y los del gueto de Varsovia. Para nuestra vergüenza, tendremos que reconocer que, en ambos casos, Europa tuvo una responsabilidad. Si de verdad aspiramos a ser luz del mundo —y creo que esa ambición es un deber—, no podemos volver a ser observadores pasivos del horror.
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