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Tribuna
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La cooperación internacional empieza por no hacer daño

Cada vez que ha habido un intento de no hablar de caridad, sino de corregir desequilibrios estructurales, el resultado ha sido avergonzante

Desembarco de arroz en el puerto de Mombasa (Kenia).

El 1 de julio, Donald Trump consumó algo de lo que ya venía advirtiendo desde su primer mandato: el cierre de USAID, el programa de ayuda al desarrollo. The Lancet ha hecho las cuentas: esta decisión tendrá un coste de 14 millones de vidas antes de 2030, entre las cuales hay las de 4,5 millones de niños menores de cinco años. Una inmoralidad, sin duda, que el hombre más poderoso del mundo justifica con el lema que le llevó al poder: America(ns) first! Unos días después, en Sevilla, tuvo lugar la IV Conferencia de Financiación para el Desarrollo de la ONU, donde Europa se reivindicó como el nuevo líder moral y se renovaron los votos solidarios de destinar el 0,7% del PIB en ayuda oficial. Noruega y Luxemburgo son los únicos que cumplen. España, que durante el Gobierno de Zapatero llegó a destinar el 0,45% del PIB, formó parte de la avanzadilla. Pero con la crisis de 2008 llegó el repliegue: recortes drásticos y un replanteamiento de prioridades. Nuestro propio “Spaniards First”. Hoy, nuestra contribución es de un modestísimo 0,24%, con la promesa, legalmente recogida en la Ley de Cooperación para el Desarrollo Sostenible de 2023, de alcanzar el 0,7% para 2030. Una previsión optimista para los próximos cinco años que, según el Gobierno, pasa por encima de aumentar el gasto en defensa.

Todos estos debates y cumbres tan llenos de compromisos adoptan siempre una perspectiva donantecéntrica: nosotros, los países ricos, somos quienes donamos, ayudamos, repartimos, cooperamos; ellos, los pobres, se benefician pasivamente de nuestra solidaridad. Críticos como Dambisa Moyo o William Easterly denuncian que esta lógica refuerza una mentalidad colonial y una falsa superioridad moral del Norte sobre el Sur, con resultados decepcionantes pese a décadas de ayuda y cientos de miles de millones invertidos. Evaluar el impacto de la ayuda es complejo. Pero la mirada donantecéntrica ignora un hecho fundamental: esos miles de millones no bastan para saldar la deuda que tenemos con África. No hablamos ahora de una deuda moral, postcolonial, difusa y discutible, sino de una deuda contante y sonante cuantificable. Descontando la ayuda que reciben, los países africanos son acreedores netos de Occidente.

Según un estudio de Global Financial Integrity y el Political Economy Research Institute (2018), entre 1970 y 2015, unos 1,4 billones de dólares salieron de 30 países africanos mediante flujos financieros ilícitos y evasión fiscal. En ese tiempo recibieron 992.000 millones en ayuda y acumularon 497.000 millones en deuda externa. El balance es claro: África tiene en el haber de la contabilidad global mucho más de lo que se le anota en el debe. Aunque el desequilibrio sea escandaloso, las cuentas grosso modo son frías y anestesiantes. A menudo, lo que más interpela son los casos concretos. Como el de Glencore, la multinacional minera con sede en Suiza, que durante años pagó sobornos en la República Democrática del Congo para asegurarse concesiones mineras a bajo coste, y subfacturó minerales exportados manipulando precios entre filiales (lo que se conoce como transfer pricing) para trasladar sus beneficios a jurisdicciones fiscalmente más ventajosas. ¿El resultado? Pérdidas millonarias en impuestos no cobrados para el Estado congoleño. En 2024, las autoridades suizas condenaron a Glencore a pagar 150 millones de dólares por su modus operandi fraudulento. Pero no fue una compensación al país saqueado —¡qué va!—, sino una sanción por dañar el “interés público suizo”; concretamente su imagen de país garante de un capitalismo serio y bien regulado. El Congo no vio un dólar. Suiza, en cambio, salió doblemente beneficiada: primero, como refugio financiero de las ganancias obtenidas mediante corrupción; después, quedándose con el botín de la multa, en un ejercicio de restauración reputacional revestido de justicia.

Este tipo de prácticas no son una excepción: las ampara un entramado institucional que consolida privilegios. Y no por ignorancia: sabemos bien hacia dónde se inclina el tablero. Pero cada vez que los líderes mundiales se han reunido, no para hablar de caridad, sino para corregir desequilibrios estructurales, el resultado ha sido avergonzante. Un buen ejemplo, y oportuno en estos días de amenazas arancelarias, fue la Ronda de Doha, lanzada en 2001 para integrar a los países pobres en el libre comercio; aquello tan manido de “enseñarles a pescar” en vez de darles peces. Los países en desarrollo cumplieron: abrieron sus mercados. Pero los países ricos no recortaron sus subsidios, y su algodón, su trigo y su arroz llegaron dopados al Sur y arruinaron a millones de pequeños productores. Para paliar el incumplimiento, los países pobres pidieron aplicar aranceles defensivos: una herramienta prevista por la OMC como “trato especial y diferenciado” para garantizar del derecho al desarrollo. Pero su solicitud fue bloqueada en nombre de un libre comercio que ya entonces era un espejismo. Y lo sigue siendo. Los mismos países que negaron ese margen mínimo de protección levantan hoy sus propias barreras arancelarias invocando conceptos como “seguridad nacional” o “autonomía estratégica”, mucho más difusos y menos urgentes que la supervivencia de millones. Podemos seguir hablando de ayuda al desarrollo y darnos cita para nuevas cumbres. Pero reconozcamos al menos que nos parecemos en algo a un secuestrador que organiza una colecta para su rehén, sin soltar la llave.

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