Destructiva generación de incendios
Los nuevos siniestros causados por el cambio climático obligan a renovar las estrategias de alerta, protección y extinción


En apenas dos semanas algunas zonas de la península ibérica han pasado de afrontar incendios de gran virulencia a sufrir inundaciones y daños. Son las dos caras de la misma moneda: la de un cambio climático que acelera sus efectos y tiene manifestaciones cada vez más extremas. Se trata de un nuevo patrón de emergencias que será cada vez más frecuente y para el que hay que prepararse.
La tipología de los incendios forestales ha ido cambiando conforme se han ido alterando las condiciones atmosféricas. La combinación de sequedad extrema, altas temperaturas y abundante masa combustible es lo que da lugar a los incendios llamados de sexta generación, que dejan obsoletos los planes de prevención y extinción que se venían aplicando. Ya era complicado combatir los incendios de quinta generación, caracterizados por su alta velocidad de propagación y su capacidad para crear focos secundarios a gran distancia porque el fuego salta de una zona a otra. Los incendios de sexta generación son aún más peligrosos porque alcanzan rápidamente unas temperaturas capaces de alterar las condiciones climáticas de la zona por la enorme cantidad de energía que liberan. Son incendios que se autoalimentan porque son capaces de generar fenómenos internos como pirocúmulos y tormentas de fuego.
Este año, las abundantes lluvias de marzo y abril han propiciado el crecimiento de un manto de bajo bosque muy tupido. A continuación, las altas temperaturas de junio han convertido el ese bajo bosque y los cultivos a punto de cosechar en una reserva de material fácilmente inflamable, como se ha comprobado en los incendios de La Segarra (Lleida) y el Baix Ebre (Tarragona). En el primer caso, la inmensa nube de humo, ceniza y vapor que se generó llegó a 14.000 metros de altura. El choque de esas nubes con las bajas temperaturas de la atmósfera dio lugar a tormentas eléctricas y fuertes vientos internos que expandieron el fuego en múltiples direcciones. Se trata, pues, de fuegos con gran capacidad destructiva que además se han convertido en un fenómeno global y como pudo verse en los devastadores siniestros del área metropolitana de Los Ángeles, entre enero y febrero de este año.
Es preciso revisar los planes de alerta, extinción y protección. Hasta ahora se consideraba esencial disponer de un sistema de alerta que permitiera llegar al foco del fuego lo más rápido posible para evitar que se extendiera. Eso sigue siendo decisivo, pero el cambio de las condiciones climáticas ha acortado el tiempo de reacción.
La estrategia de extinción también deberá ser diferente. La utilización de medios aéreos es más problemática y la dificultad de prever la dirección interna del fuego obliga a abordarlo desde una mayor distancia. Eso significa a veces dejar que el incendio avance, y esto plantea dificultades en la toma de decisiones y problemas de comprensión por parte de las poblaciones afectadas.
Respecto a los planes de protección, en muchos casos la medida más adecuada ya no es la evacuación, porque el fuego es más rápido que población huyendo. El siniestro de Pedrógao Grande, en Portugal en 2017, mostró que los nuevos incendios no lo permiten. Entonces 62 personas murieron, la mayoría atrapadas en sus coches. La alternativa es el confinamiento perimetral. Y aunque ya se emplean estos confinamientos y las alertas por móviles, como se ha visto en Cataluña, la prevención tiene que ir mucho más allá.
Hay que gestionar el territorio para hacerlo más resistente al fuego, buscar formas de gestión más eficiente del bosque, planificar cultivos que sirvan de cortafuegos y establecer un perímetro de protección en torno a los núcleos habitados. Queda mucho trabajo por hacer y es urgente hacerlo.
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