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Tribuna
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La mala digestión de la amnistía

La diferencia de esta campaña de crispación contra un presidente socialista respecto a las anteriores es la suma de importantes sectores del Estado

Ilustración de Nicolás Aznárez para la tribuna 'La mala digestión de la amnistía' de Ignacio Sánchez-Cuenca, 8 de julio de 2025.

Debo confesar que, como estudioso de la política, me fascinan los momentos en los que la derecha española se exalta en su oposición a los gobiernos progresistas. Consigue que parezca que el mundo se desmorona. Hemos vivido tres de esos momentos en la democracia española. El primero fue en la legislatura 1993-96, el segundo en la legislatura 2004-08 y el tercero en la actual legislatura, en la que se inicia en 2023. En las tres ocasiones, el PP y los medios afines transformaron la voz crítica en un rugido y los argumentos en una catarata de insultos, rompiendo las barreras de lo que es habitual y razonable en el ejercicio de una oposición democrática.

Hay algo común en los tres periodos: tanto en 1993 como en 2004 y en 2023, el Partido Popular estaba convencido de que iba a gobernar y sus expectativas no se vieron satisfechas. En 1993 José María Aznar estaba seguro de que la etapa de Felipe González había llegado a su fin. Ya habían aparecido algunos escándalos de corrupción en los gobiernos socialistas y en 1992 se produjo una profunda crisis económica. Se daban las condiciones ideales para consumar la alternancia. Sin embargo, el PSOE ganó las elecciones. Tras unas dudas iniciales sobre el resultado electoral que no tuvieron mayor recorrido, pusieron en marcha una gran campaña de crispación, con acusaciones gruesas y un clima mediático pasado de decibelios. Fue una legislatura infernal.

En 2004 ocurrió algo similar, pero con el PP en el poder. Tenían la certeza de que continuarían al frente del Gobierno, revalidando la mayoría absoluta obtenida en 2000. Durante la campaña electoral apareció un profético artículo en las páginas de este periódico, ¿Habrá sorpresa el 14-M?, en el que Belén Barreiro planteaba, antes del atentado del 11-M, la posibilidad de una victoria socialista. Con la desastrosa gestión del atentado terrorista, se confirmó lo que en el artículo era aún una hipótesis: “Si los indecisos de izquierda se activan a favor del PSOE, [José Luis Rodríguez] Zapatero puede ser presidente”. Así sucedió. La reacción del PP por la pérdida del poder fue descargar una mezcla de odio y desprecio sobre el nuevo presidente socialista, a quien se acusó de todo lo acusable. Asistimos entonces a un segundo episodio de crispación.

En la campaña de 2023, la derecha mediática y casi todas las empresas que realizan encuestas crearon la impresión de que PP y Vox gozarían de una cómoda mayoría absoluta en el parlamento. La encuesta de este periódico fue una excepción y acertó: predijo que el PP sacaría más votos que el PSOE, pero que las derechas quedarían lejos de una mayoría absoluta (el CIS no acertó; predijo una victoria en votos del PSOE). Una vez más, el PP no podía creerse el resultado electoral. Volvieron las especulaciones sobre manipulación electoral, pero, como en 2004, enseguida dieron paso a una campaña durísima contra Pedro Sánchez, cuya apoteosis estamos viviendo en estas semanas.

El patrón es muy parecido en 1993, 2004 y 2023: siempre obedece a una mala digestión de una derrota por parte de la derecha. Lo han sufrido los tres presidentes socialistas, González, Zapatero y Sánchez, aunque el primero parece no acordarse y se ha sumado a la cacería contra el actual líder socialista. En esta legislatura, volvemos a encontrarnos en un ambiente apocalíptico, a pesar de que la economía española crece a buen ritmo y de forma equilibrada; el Gobierno, por lo demás, puede presumir de importantes logros sociales (ingreso mínimo vital, subida del salario mínimo, reducción de la precariedad en el mercado de trabajo, una reforma progresista de las pensiones, etc.). No quiero con ello minimizar el escándalo de corrupción en el que están envueltos los dos últimos secretarios de organización del PSOE; sobre este asunto escribí un artículo anterior en el que sugerí la conveniencia de que Sánchez continúe al frente del Gobierno pero anunciando que no se presentará a las siguientes elecciones. En cualquier caso, por graves que sean los escándalos socialistas, no anulan la gestión realizada.

Reconocido todo esto, creo que hay buenas razones para defender que la crispación de 2023 está superando a la de las dos oleadas anteriores. Y no solo porque ahora haya una extrema derecha muy movilizada, ni porque ahora nos relacionemos mediante redes sociales que antes no existían. Lo que creo que marca la diferencia es que en esta ocasión se han sumado sectores importantes del Estado, incluyendo jueces, altos funcionarios y fuerzas de seguridad. La sensación resultante es la de un Gobierno débil ante un Estado con gran capacidad de intimidación.

Si el frente anti-Sánchez ha adquirido semejante consistencia y virulencia, es, a mi juicio, porque el conflicto catalán ha alterado la conciencia de muchísima gente, culminando en un rechazo a la Ley de amnistía que es tan exagerado que a veces provoca incredulidad (empezando por González y su afirmación de que la amnistía es antidemocrática y constituye un acto de corrupción política). La Ley de amnistía ha tocado una fibra muy sensible en buena parte de la sociedad española porque supone la desautorización definitiva de la manera en la que el nacionalismo español abordó la crisis secesionista: había que defenderse de un “golpe de Estado” con una aplicación severa de la justicia penal, administrando un escarmiento a los líderes independentistas que se quería definitivo y marcaría el triunfo de una nación, la española, sobre la otra, la catalana. La aprobación de la amnistía supone reconocer que aquella estrategia nos llevó a un callejón sin salida. El Gobierno, con sus apoyos parlamentarios, ha conseguido revertir parcialmente la situación creada por el enfrentamiento feroz entre las partes. El riesgo de que se rompa España hoy es mucho menor que el que hubo durante la presidencia de Mariano Rajoy.

No se olvide que lo que cimenta el bloque de investidura es la cuestión nacional. No se explica de otra manera que pudieran unirse las izquierdas con los nacionalistas vascos y catalanes. Frente a esa heterogénea alianza de intereses políticos, se alza el bloque granítico de la visión mononacional de España. A Sánchez lo odian con tanta intensidad porque durante un tiempo pareció un defensor de la visión españolista, pero, “haciendo de la necesidad virtud”, terminó liderando el bloque plurinacional. Eso no se lo van a perdonar nunca y no pararán hasta destruirlo políticamente. Hasta el momento lo habían intentado de varias maneras, pero tocaron hueso. Ahora han encontrado un flanco débil, el de los Ábalos y Cerdanes, y lo van a explotar hasta el final. José María Aznar, en el Congreso del PP, ha verbalizado el programa máximo del nacionalismo español: que Sánchez acabe encarcelado, el mismo destino que aguardaba a los independentistas de no haber sido por la Ley de amnistía.

La política española se ha emancipado por completo de las condiciones objetivas y materiales del país. A pesar de que el conflicto político catalán ha encontrado una vía de normalización, hay demasiada gente que no puede transigir con la posibilidad de que Carles Puigdemont regrese al país sin ser esposado y enviado a prisión. De ahí la rebelión del Tribunal Supremo, que se ha inventado una doctrina desesperada e inverosímil sobre lo que significa “enriquecimiento” con tal de impedir que vuelva el expresident, salvando así la honra de España. Francamente, nos merecemos otra política.

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