¿De qué va la política?
El abuso de la moralina y de la división entre buenas y malas personas ha terminado dando alas a la derecha

Leyendo la nueva edición de El descontento democrático, de Michael J. Sandel, confirmo una intuición que yo tenía respecto al lugar de origen de la moralina republicana que asola a buena parte de Occidente. Y viene de donde viene casi todo: Estados Unidos. Sandel reconstruye la historia de las ideas de Estados Unidos desde su fundación hasta los años noventa. Y muestra cómo han convivido dos tradiciones de pensamiento. Estaba, por un lado, la tradición liberal que ponía énfasis, entre otras cosas, en el contractualismo laboral, en la industria a gran escala y en que el Gobierno no interviniera en la noción de vida buena de los ciudadanos. Y estaba, por otro lado, la noción republicana según la cual el trabajo asalariado era equivalente a la esclavitud y lo único aceptable era trabajar para uno mismo (con los artesanos como paradigma), creía, además, que las instituciones debían poner las condiciones para que las personas se autogobernaran y éstas debían convertirse en ciudadanos virtuosos o ejemplares, es decir, en buenas personas.
En los años noventa, cuando se publicó la primera edición del libro, Sandel se lamentaba de que la tradición liberal se hubiera impuesto a la republicana. Venía a decir que aquel momento de euforia liberal tendría consecuencias negativas. Y razón no le faltaba. Lo que tal vez no se esperaba es que, una vez terminada la euforia liberal, la tradición republicana aflorara de nuevo con el disfraz con que lo hizo. La tradición había mutado: ya no había loas a los artesanos ni se oponía al trabajo asalariado. Pero mantenía la idea esencial: los ciudadanos debemos ser buenas personas. Es decir, preservaba la moralina republicana.
Fue quizás la izquierda norteamericana la que primero recuperó la tradición republicana con el llamado discurso políticamente correcto, luego con la degradación moral del adversario político de a pie (recuérdese a Hillary Clinton llamando deplorables a los votantes de Trump)y más tarde con las campañas de señalamiento público de personas cuyo comportamiento era inapropiado. Más tarde, fue la derecha quien abrazó la moralina republicana, que en su caso se tradujo en una equivalencia entre los nacionales estadounidenses (y a poder ser blancos) como los buenos de la película y los migrantes como los malos, la defensa identitaria de la familia tradicional y el veredicto de que el anti-intelectualismo era la opción moralmente correcta.
En realidad, la tradición republicana ha sido adoptada, históricamente, tanto por la izquierda como por la derecha. Y es que el caramelo es goloso. Se trata de crear ciudadanos virtuosos. Y qué es virtuoso es algo que cada uno puede colmar con el sabor que más le apetezca. Y como la capacidad expansiva de Estados Unidos para influenciar cultural y socialmente a Occidente sigue básicamente intacta, se produjeron auténticos engendros teóricos. Sin ir más lejos, la idea de Carl Schmitt, con la que tanta afinidad mostró Podemos, según la cual la política es el enfrentamiento constante entre enemigos se mezcló con este revival de la moralina republicana. El resultado fue que la dialéctica amigo/enemigo era indistinguible de la dialéctica entre buenas personas/malas personas. En otras palabras, se moralizó la distinción de Carl Schmitt, cosa que no tenía ningún sentido, pero a la que se apuntaron tanto la izquierda como la derecha. El último ejemplo fue el de Pedro Sánchez en la conferencia de prensa del 16 de junio, cuando dijo que “Nosotros no somos como el PP y Vox”, refiriéndose a la inmoralidad de estos partidos… y lo dijo tras desvelarse que la dirección del PSOE estaba podrida casi hasta el tuétano. Como dijo Carlos Monsiváis: o yo no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo.
El Frankenstein surgido de la unión entre la moralina republicana y la dialéctica amigo/enemigo de Schmitt hace necesario volverse a preguntar de qué va la política. ¿Va de hacer ciudadanos virtuosos? ¿Va de distinguir entre buenas personas y malas personas? A Judith Shklar le habría horrorizado esta posibilidad (horror, por cierto, que el propio Sandel admite en el prólogo a El descontento democrático). Ella creía que lo que había que evitar era el sufrimiento de aquellos que están en situación de mayor desventaja histórica y social. La política iba de evitar lo malo, no de perseguir lo bueno. Hacer ciudadanos virtuosos y señalar a los viciosos era una empresa peligrosa, el imaginario mental del cual se alimentan las tiranías. Nada más reaccionario que una política de Estado que intenta dividir el mundo entre buenas y malas personas. Una vez instalados en ese marco, lo único que uno quiere es eliminar, civil o físicamente, a las malas personas, porque ¿quién quiere convivir con malas personas si realmente está convencido de que se trata de malas personas?
Es fácil embriagarse con la moralina republicana. Es dulce, fresca y deja buen sabor de boca. Pero, como todos los venenos, deja resaca. La influencia descomunal de Estados Unidos hizo que la única alternativa al malestar provocado por la euforia liberal de los noventa fuera la moralina republicana. Primero exportó la tradición liberal. Luego la moralina republicana. Y no dejó espacio para nada que se pareciera a lo que pregonaba Judith Shklar.
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