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Una tarde con una cuadrilla de bomberos voluntarios: “Le dije a mi madre que no iba a un sitio peligroso”

Muchos brigadistas dedican su tiempo libre o de descanso para apoyar a la extinción de incendios

Un grupo de voluntarios ataca el fuego en Filiel, León.
Juan Navarro

Lo único que queda del paraíso natural de Filiel (León) es una pegatina de un coche: “FiliElParaíso”. Todo lo cubre ahora un humo gris y resplandores naranja de fuego a los pies del monte Teleno. Los servicios de emergencia mantienen la guerra contra el fuego que hostiga a la comarca de la Maragatería. La fragilidad del dispositivo de la Junta de Castilla y León ha provocado que retenes de bomberos se hayan volcado con la extinción de los incendios incluso en su tiempo libre, burlando a las empresas subcontratadas a las que pertenecen, para colaborar con los turnos oficiales o con el vecindario para salvar todo lo posible. “Le dije a mi madre que no iba a venir a un sitio peligroso”, confiesa uno, antes de batirse contra una ola de fuego.

“Ayer acabé a las doce y media de la noche”, afirma un participante, quien 12 horas después y en su día de reposo se viste con el buzo, se calza las botas y se prepara para la batalla. Los bomberos piden anonimato para evitar represalias de sus jefes, pero aprovechan los segundos antes de lanzarse al fuego para denunciar el modelo: “¡Si me sacas en fotos quita el nombre de esta empresa!”. Cobran unos 1.300 euros mensuales y durante esta crisis han acumulado muchas horas extras, pero no quieren dejar solos a sus compañeros, aunque en ocasiones han acudido como refuerzo y se han encontrado que no había nadie del gremio. Estas autoproclamadas “cuadrillas piratas” han actuado al menos en Zamora y León.

Humo incendios

Resulta fácil distinguir el coche de un bombero voluntario. Está lleno de ceniza, capas de polvo en el salpicadero, botas de montaña, ropa cómoda, el traje de trabajo, azadones, motosierras, botellas de agua, cascos, cinturones, machetes, palas batefuegos, hachas, cantimploras… todo indispensable para su labor. El equipo se despliega en Filiel, donde da una vuelta de reconocimiento poco antes de encontrarse con una lengua de fuego que asoma desde una colina y avanza hacia una carretera mientras engulle matorrales. Primero proceden a los ataques directos con los batefuegos apalean las llamas para privarlas de oxígeno y que luego puedan ser contenidas.

El soporte aéreo proporciona descargas clave para remojar el avance, aturdir al incendio y domarlo. Por eso se agradece cuando el hidroavión lanza una ducha que empapa la tela de los monos de trabajo. “¡Ahí, ahí!”, exclaman con satisfacción ante la lluvia estratégica y contemplar como la ola naranja ha perdido fuelle y apenas quedan unas chispas.

Los rostros reflejan el esfuerzo, o al menos en los centímetros que asoman tras las protecciones. Ojos rojos y con lágrimas de pura reacción contra el humo, alguna tos, venas marcadas del esfuerzo... El participante que al principio aseguraba que le había jurado a su madre no meterse en problemas resopla: “Ya te digo, como me vea…”.

La actuación ahora se centra en contener los flancos laterales de ese frente. Toca recurrir a métodos más viejos que el fuego mismo, un vulgar azadón, como quien cava un surco para berenjenas. Con furia y cadencia constante retiran los hierbajos y plantas secas que podrían hacer extenderse el vasto incendio. El metal de la herramienta choca contra las piedras y emite un sonido estridente, duro, que se escucha junto a los jadeos para recabar el poco aire limpio que aún ondea por la provincia de León. Una vez limitado el potencial avance raso, toca operar a media altura. El grupo ahora va, literalmente, a machete. La daga sale de su funda para enfrentarse a las escobas y demás vegetación. Corta un tronco tras otro para evitar que se prenda una nueva antorcha. Una vez acorralado, el fuego se rinde y los batefuegos harán honor a su nombre. Después, en esa zona fronteriza entre lo quemado y lo salvado, los lugareños recurrirán a más ramas para darle los últimos golpes y que deje de arder. Al rato aparecerán una cabalgata de tractores y un bulldozer para aplastar cualquier conato de reactivación del fuego.

Un grupo de voluntarios y vecinos prepara un tractor para hacer cortafuegos.

“Aquí andamos, usando los descansos para no descansar”, sonríe uno cuando, horas después de su convocatoria, comienza a disolverse la compañía. El hambre aprieta y logran obtener algún bocadillo dado para los retenes oficiales destinados a este sector, que agradecen que gente con experiencia les dé soporte ante el desmán de estos días. Deberían irse a descansar, ahora sí que sí, pero deciden recorrer los 80 kilómetros que los separan de León, una hora y 10 minutos en coche, para manifestarse por sus condiciones laborales. Después de días de trabajos eternos, física y emocionalmente, y de no tener tiempo ni de ducharse, el grupo viaja en coche lleno de energía reivindicativa: “¡Venimos con ganas de liarla!”.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, buscándose la vida y pisando calle. Grado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS. Autor de 'Los rescoldos de la Culebra'.
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