Modernos y fragmentados
Las fotografías de Joel Meyerowitz atrapan las transformaciones que vivía Europa en los años sesenta


Alguna vez hubo tiempo para ver las cosas con calma, para tomárselas con calma. Ya no. Quizá la lentitud fue algo habitual en otro mundo en el que ni siquiera se soñaba con que llegara a existir algo parecido al ferrocarril. Hoy la velocidad gobierna el curso de las cosas. Todo pasa zumbando y, entonces, ¿cómo hacerse cargo de lo que ocurre? Resulta reveladora, en ese sentido, la compulsión que existe ahora por fotografiarlo todo con el móvil, como para agarrar los momentos y que no se escapen. La fotografía ha tenido esa vocación desde el principio, la de ser la tabla de salvación en la que colocar la realidad para que no se esfume.
Joel Meyerowitz decidió hacia 1962 convertirse en un fotógrafo de la calle. Quería estar presente ahí, en cualquier sitio, y aprender a mirar. Unos años después, en agosto de 1966, cogió con su novia Vivian Bower un barco que los condujo desde Estados Unidos hasta el puerto de Southhampton, en el Reino Unido. Antes había comprado un coche, un Volvo Amazon de color negro, en el que se disponían a viajar por Europa. Recorrieron más de 30.000 kilómetros, Meyerowitz tomó más de 25.000 fotografías en blanco y negro y color. No reveló prácticamente ningún carrete hasta su regreso a Nueva York a finales de verano de 1967. Muchas de las imágenes las tomó en marcha, desde el coche. Iban rodando de un lado a otro, y aquel muchacho disparaba y disparaba, se estaba buscando a sí mismo, pretendía encontrarse en ese fluir vertiginoso. “Me encontraba en tránsito permanente”, dijo de aquella época. Tenía 28 años, durante aquel viaje se hizo “mayor como persona y como artista”.
A principios de noviembre llegaron a Málaga y estuvieron allí hasta mayo de 1967. El coche paró, el tiempo se detuvo. Un amigo hispanista y estudioso del flamenco, Paul Hecht, los llevó enseguida a conocer a los Escalona, una familia gitana cuyo patriarca, Antonio, era un conocido tocaor, un maestro de la guitarra —su hijo Pedro seguía entonces sus pasos—. Meyerowitz sacó su grabadora del coche deslumbrado por lo que acababa de encontrar allí. Tocaban, cantaban, bailaban. En ese proceso de aprendizaje en el que estaba embarcado, lo que sucedía en casa de los Escalona le ayudó a Meyerowitz a aterrizar en el mundo, en el arte, en la vida. Cuando el flamenco se abría paso en aquella modesta casa de un humilde barrio de Málaga resonaba entre sus paredes un saber milenario en el que se mezclaban hilos secretos y complicidades, y ese misterio que suele escabullirse pero que hay veces en el que el duende lo agarra y es entonces cuando ocurre algo verdadero, algo distinto. Meyerowitz tomó nota.
Siguieron adelante; la Europa de los sesenta empezaba a liberarse del enorme fardo de dolor que había dejado la guerra, y en sus calles bullía una vida llena de promesas. Todo eso se nota en la exposición que reúne las fotografías de aquel viaje, Europa 1966-1967, y que puede verse en el contexto de PHotoEspaña en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, en Madrid. Meyerowitz cogió un día una cámara y bajó a la calle para ver si podía encontrar la verdad de lo que ocurría en ese mundo fragmentado y roto y en cambio permanente que abrió la modernidad. Coger el coche, y tirar fotos en marcha, fue el paso que dio después. En el primer cuarto del siglo XXI la velocidad es todavía mayor, tanto que sin moverse y desde un móvil la prisa es condición de desplazamientos instantáneos y voraces. Quizá ese mismo móvil esconda también un ancla para poder aterrizar; si no es así, estamos perdidos.
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