La OTAN y las cosas de comer
La guerra de Putin nos ha sacudido de la modorra para mejorar nuestra defensa, pero no a cambio de despedazar nuestros servicios públicos

Los dos mayores desafíos que tienen los líderes europeos por delante son el control de los flujos migratorios y el envejecimiento de la población. Este último asunto condena a los ancianos a unos procesos degradantes donde los cuidados son precarios, las asistencias sociales insuficientes y el amparo público en su debilidad senil brilla por ausencia. A todos nos encantaría ver una cumbre de líderes en donde se exigiera utilizar el 5% del PIB para la protección de los ancianos. O para la consolidación de un modelo migratorio que no anulara los derechos humanos en las obligadas retenciones fronterizas. Pero eso no va a pasar. La cumbre de la OTAN nos obliga a pensar si el acuerdo para llegar al 5% del PIB de cada miembro en gasto militar es algo compatible con la democracia. Una desviación de tal calibre de las prioridades económicas de nuestros estados requiere de un debate profundo y posiblemente del sometimiento en cada estado de esta medida a un proceso electoral que lo ampare. La actitud del Gobierno español, que cifra en algo más de un 2% el cumplimiento de sus compromisos, es del todo pertinente.
La oposición dentro de España ha vuelto a primar el desgaste del Gobierno sobre la esencia del debate. Ya sucedió cuando Felipe González decidió someter a referéndum nuestra continuidad en la OTAN en 1986. El líder conservador, Manuel Fraga, optó por aprovechar la oportunidad para cargarse al aún bisoño Gobierno socialista y defendió una abstención entre desganada y oportunista. Su carrera política de líder nacional se extinguió en aquel preciso momento. Toda una lección que nadie debería olvidar cuando resucita este contencioso. A cualquiera que tenga memoria ya le sonará esto de las negociaciones españolas con el Gobierno estadounidense, pues se remonta al tiempo del franquismo. El dictador permitió la instalación en España de bases militares a cambio de que el presidente Dwight Eisenhower le sacara del baúl de los apestados políticos. Tras ello, la visita del presidente estadounidense fue uno de los hitos regeneradores del franquismo, allá por 1959. En el acuerdo se ocultó a los españoles que los EE UU tenían el derecho unilateral de uso de estas bases en cualquier situación bélica. Diez años después del viaje de Eisenhower, el ministro de Exteriores José María Castiella seguía enfangado con la administración Nixon para mejorar las condiciones económicas de compensación por permitir las bases en nuestro suelo. Y así hasta hoy.
Es evidente que el cabreo de Donald Trump contra el Gobierno español responde a la decisión de salirse del seguidismo acrítico de los demás socios de la OTAN. La guerra de Putin nos ha sacudido de la modorra para mejorar nuestra defensa, pero no a cambio de despedazar nuestros servicios públicos y el futuro de un bienestar por generaciones. Todo tiene su medida. España debe monetizar su compromiso en el despliegue militar internacional y la presencia de las bases en nuestro territorio. El conflicto entre Israel e Irán ha vuelto a situar la estratégica situación de España como una obviedad. Nuestro Gobierno necesita aliados europeos para fijar una contribución a la OTAN racional y aceptable por la ciudadanía. La oposición, que afila los colmillos a la espera de llegar al poder, no debería ser tan obtusa como para no darse cuenta de cuál ha de ser su papel. Los ciudadanos españoles juzgarán a unos y otros porque empiezan a entender lo que se juegan tras esta almibarada sumisión a las exigencias de la gran potencia armamentística.
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