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Tribuna
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Más libertad, más control

La nueva política de visados de EE UU nos advierte de los niveles de la distopía universal en la que estamos viviendo

Ilustración de Martin Elfman de la tribuna 'Más libertad, más control', de Leonardo Padura, 8 de junio de 2025.
Leonardo Padura

A Vladímir Ilich Lenin se le atribuye la frase “La democracia es bella, pero el control es mejor”. Y aunque no puedo garantizar su autenticidad, sí puedo asegurar que refleja de un modo preciso uno de los principios funcionales de los totalitarismos políticos, donde, como sabemos, el ejercicio de la vigilancia sobre los ciudadanos ha sido una práctica establecida y realizada a veces con esa eficiencia y minuciosidad que, de modo espeluznante, demostró la ventilación del contenido de los archivos de la policía secreta (y no tanto) de la República Democrática Alemana, la tenebrosa Stasi.

Como ciudadano cubano radicado en la isla tengo alguna experiencia sobre la existencia de métodos de control, por cierto, no siempre muy sofisticados. El ejemplo más grosero y repetido concierne a la recepción de correspondencia postal. Sucede que la mayoría de las cartas que recibía parecían tener la pésima fortuna de haber llegado “en mal estado” (así lo aseguraba el cuño que le estampaban) y, curiosa, persistentemente, se habían deteriorado por un extremo del sobre, luego sellado con cinta adhesiva rotulada con la leyenda Correos de Cuba. El colmo de la torpeza requisitoria fue el descuido cometido en algún departamento de las oficinas locales de la agencia DHL en donde, al abrir un envío que contenía la recién realizada impresión de uno de mis libros editado en España, al ser registrado alguien trastocó los contenidos. Fue así que mientras yo recibía un paquete de fotos impresas en las que un compatriota radicado en Alemania mostraba a su familia cómo la pasaba de bien en su destino europeo —comidas, piscinas, tiendas de ropa— de mi libro nunca se volvió a saber, aunque sería hermoso conjeturar que quien lo recibiera quizás disfrutó con la primicia de su lectura.

En los últimos años, sin embargo, el surgimiento y veloz crecimiento de las tecnologías de la comunicación, esas que se hacen asequibles ya en los finales del siglo pasado y nos envuelven en el presente, dio a los ciudadanos la posibilidad de tener una información mucho más diversificada, al parecer menos controlada, y contribuyó a democratizar la opinión de la gente y a agilizar sus necesidades y exigencias de comunicación. Las redes sociales se nos presentaron como una alternativa plural, una vía para difundir información y conocimiento con una capacidad y velocidad nunca antes vista y, además, con proverbial libertad. Con tales fundamentos lo que no imaginamos en aquellos primeros años era que esa misma alternativa tan democrática, capaz de romper férreos sistemas de control, se convertiría en todo el mundo en un mecanismo de vigilancia de sus usuarios, y no solo por los conocidos fines mercantiles, sino también por otros más perversos y que afectan directamente la privacidad de las personas y hasta el desenvolvimiento de las sociedades.

En su más reciente obra publicada, el ensayo Nexus (2024), dedicado al desarrollo de las redes de información hasta la explosión de la Inteligencia Artificial, Yuval Noah Harari comenta el caso de la limpieza étnica cometida por la mayoría budista de Myanmar (antigua Birmania) contra la minoría musulmana de los rohinyás ocurrida entre 2016 y 2017. Según el ensayista israelí, se trata de un caso paradigmático del nuevo poder de los ordenadores y de las redes sociales como agentes instigadores del odio y de alteración del orden social, pues en esos eventos se hizo evidente el papel de los algoritmos manejados por esas plataformas a la hora de alentar la violencia que allí se produjo.

Según Harari, que argumenta su comentario con informes de Amnistía Internacional y una comisión especial de Naciones Unidas creada para investigar esos acontecimientos, las redes sociales, en especial Facebook, fue uno de los motores que alimentaron una teoría de la conspiración y la consecuente campaña de odio étnico y religioso cuando, para captar más usuarios y por más tiempo, los algoritmos de la plataforma preferenciaron la circulación de noticias (incluso falsas), videos y comentarios adversos a la minoría musulmana. El resultado de ese proceso fue un pogromo de limpieza étnica que se saldó con la muerte de entre 7.000 y 25.000 civiles y la expulsión del país de 730.000 musulmanes rohinyás. Y, siempre según Harari, aunque Facebook reconoció no haber hecho lo suficiente para evitar que la plataforma se utilizara para incitar a la división y la violencia, sus directivos hacían recaer la responsabilidad de lo ocurrido en los usuarios de la red y no en la plataforma: más o menos en el que usaba la pistola, nunca en la pistola.

Pero sucede que esta capacidad de penetración de las redes no solo puede provocar determinados efectos sociales, sino que se empeña en afectar la privacidad de las personas. Para muchos de los más paranoicos lo mejor es abstenerse de hablar de ciertos temas delante del teléfono móvil o de la cámara del ordenador, pues tienen la certeza de ser escuchados u observados por una IA mucho más eficiente que el Gran Hermano totalitario de Orwell en su novela 1984. Y yo lo creo. Pero de lo que ya no caben dudas es que tener redes sociales y llevar a ellas ciertos comentarios en los que expresemos opiniones sobre lo que nos atañe o preocupa, también puede ser motivo de represalias en nuestra contra. Y no solo en los sistemas totalitarios.

Una evidencia de lo que puede desencadenar ese sistema de vigilancia la tuve hace unos días, cuando una colega latinoamericana radicada hace mucho en Estados Unidos me advertía que si yo volvía a viajar a ese país, lo más recomendable era no llevar ni teléfono ni ordenador, pues los cada vez más agresivos agentes de inmigración estaban facultados para incautar mis equipos y revisar sus contenidos, incluidos los que se consideran más privados. Por esa misma razón ella, ya ciudadana norteamericana, evitaba utilizar la mensajería de Whatsapp (¿cifrada de extremo a extremo?) para otra cosa que no fuese intercambios de asuntos domésticos. Nada social o político. Porque, me dijo, tenía miedo.

La porosidad del sistema, los niveles alcanzados por los mecanismos de control y la difuminación de una privacidad que siempre se consideró un territorio casi sagrado ahora ha sido refrendada por la decisión del Departamento de Estado norteamericano de que los estudiantes extranjeros que aspiren a obtener una visa de estudios en universidades del país deberán mostrar (o le serán registradas y monitoreadas) sus redes sociales. En dependencia de su contenido, convenientemente juzgado por algún funcionario, entonces se le tramitaría o no el visado. Que sea justo en Estados Unidos, donde se han creado y desde donde se ha exportado las grandes plataformas de comunicación y redes sociales, nos advierte de los niveles de perversión de la distopía universal del control en que estamos viviendo. Si desde siempre se acusó a los totalitarismos comunistas y fascistas de coartar las libertades individuales y de ejercer la vigilancia sobre sus ciudadanos, lo que hoy y de manera tan escandalosa se magnifica en los Estados Unidos de la era Trump (por no hablar de China o la Rusia de Putin), nos coloca ante la evidencia de que la belleza de la democracia está siendo derrotada por la sociedad del control. Un siglo después, el mundo democrático le está dando la razón a Vladímir Ilich, sea apócrifa o auténtica su afirmación.

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Sobre la firma

Leonardo Padura
Escritor y periodista cubano. Autor de catorce novelas, Reconocido con premios como el Princesa de Asturias de las Letras 2015, Premio Nacional de Literatura de Cuba 2012, Orden de las Letras de Francia 2014. Escribe y vive en La Habana, Cuba.
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