Sed de agua, sed de belleza
Resulta fácil imaginar el agotamiento físico y mental que provoca la permanente crisis en Cuba


1. Otro día más con 12, 14, 16 horas y hasta más sin electricidad: sin luz, sin ventilador, sin refrigeración para preservar los alimentos arañados a la escasez y la carestía. Cuando no hay electricidad, pues también falla la conexión a Internet y, por supuesto, suele faltar el agua que, incluso si hay corriente eléctrica, a muchísimas localidades no llega todos los días. El gas butano para cocinar igualmente suele esfumarse de los puntos de expendio racionado y, cuando aparece, las colas son tensos tumultos, que pueden extenderse hasta la madrugada, pues una realidad nacional es que cuando hay, debes coger, pues todo se acaba. Todo. Mientras, el precio del carbón, el combustible más recurrido por muchas familias para cocinar (sin gas ni electricidad) se ha disparado hasta alcanzar una cuarta parte de un salario promedio (1.000 pesos de 4.000) por una saca del producto y, además, no siempre es fácil conseguirlo.
Las horas de servicio eléctrico disponible en muchas localidades pueden correr por la madrugada y entonces hay que aprovecharlas para cocinar lo que haya, conectar la lavadora, cargar los teléfonos, almacenar agua y hacer todo eso que se suele hacer como si fuese lo normal hacerlo cuando las cosas funcionan como se supone que es normal que funcionen a estas alturas de la historia. Por supuesto, se trata de un ritmo de vida agotador, desgastante, exasperante. Pero ese es el ritmo en que viven muchísimas personas en esta Cuba de 2025. Así vivieron ayer, viven hoy y seguramente vivirán mañana. Así viven desde hace meses, en algunos casos desde hace años.
Cuando se destapó la gran crisis de la década de 1990 provocada por la desintegración de la protectora Unión Soviética, la Cuba socialista de entonces vivió lo que eufemísticamente se nombró como Período Especial en Tiempos de Paz. Al conferirle esa denominación a la devastadora crisis se advertía que se trataba de eso, de un “período”, y semejantes lapsos de tiempo implican, según la semántica, que hay una fecha de comienzo pero también una de terminación. Aquel “período especial”, a lo largo del cual faltó casi todo, incluida por supuesto la electricidad (con todas las secuelas anotadas) y, como hoy, el transporte público, se dilató años. Luego, hacia finales de la década, se fue aliviando en sus comportamientos más críticos y, aunque nunca se decretó su fin, en un momento sí llegó a anunciarse que los cortes de electricidad (apagones en el idioma del día a día insular) nunca regresarían. Pero desde hace unos años los apagones volvieron, incluso con más furia que nunca, hasta llegar a comportarse como puntuales caídas del sistema eléctrico nacional, o sea, dejando a oscuras a todo un país que ya está medio apagado todos los días.
En algún momento más cercano en el tiempo se habló de que atravesábamos situaciones puntuales, coyunturas (¿pasajeras cómo los períodos, no?), pero ahora, al incrementarse las carencias materiales de todo tipo, devaluarse el poder adquisitivo y tener que vivir cotidianamente con cortes eléctricos de cuatro, seis y hasta 20 horas, ya no se le da algún nombre a lo que padece la gente en Cuba: no es un período, ni una coyuntura. ¿Esta “compleja situación” es la normalidad? ¿Viviremos así hasta que se produzca un milagro?
Creo que para cualquiera podría resultar fácil imaginar el agotamiento físico y mental que provoca semejante estado de cosas, la desesperación y la frustración que engendra. Lo complicado para quien no lo vive es imaginar cómo afecta los comportamientos, reacciones, los pensamientos de las personas sometidas a esa tensión. No es extraño, por ello, que más de un millón de cubanos, algo así como la décima parte de la población del país, haya salido al exilio en los últimos tres, cuatro años y que, a pesar de las restricciones de Trump (que, es cierto, ha tornado más férreo el asedio estadounidense), el flujo no se detenga porque el mundo es ancho y no tan ajeno y porque vida tenemos una sola. Tampoco debe asombrar que en las calles del país haya más gente pidiendo limosnas, hurgando en la basura o simplemente languideciendo lentamente, como plantas mal hidratadas. Que cada vez más jóvenes consuman unas drogas que les fríen las neuronas a ritmo de reguetón y que una violencia social antes inexistente en el país se vaya apropiando de las calles más sórdidas de sus ciudades. Es como si viviéramos en los prolegómenos de un apocalipsis… sin fecha de caducidad.
2. En una de las zonas del país más agredidas por los cortes eléctricos tradicionalmente se ejecutaba y cantaba un tipo de tonada perteneciente a la familia musical del llamado punto cubano, primo hermano del punto canario (por eso a veces hasta puede ser lo mismo). Esta manifestación cultural, que los gustos modernos habían marginado, forma parte del acervo identitario de esa región de la isla. Ante tal situación, un grupo de seis mujeres, integrantes de un coro vocal comunitario, todas ellas más o menos en sus 40 años, ha decidido rescatar el cultivo de esa tonada y salvarla para el futuro.
Esas seis mujeres seguramente son madres y esposas y trabajadoras y, por supuesto, también con toda seguridad viven cada día, en sus hogares y espacios vitales, la tensión de los apagones interminables, la falta de dinero, de transporte y de todo lo que se pueda imaginar necesario en un mundo moderno más o menos normal. Pero esas mismas mujeres, movidas por un impulso telúrico invencible, son las que se visten con pulcros vestidos blancos, se peinan, maquillan y, supongo, se sienten hermosas y realizadas cuando se empeñan en cantar unas viejas tonadas que hablan del amor, de la nostalgia, de la alegría de los campos cuando cae la lluvia. Están convencidas de que hacen algo sublime, que las alimenta espiritualmente a ellas y a sus posibles espectadores. Esas mujeres demuestran la infinita capacidad de resistencia del ser humano y su inagotable sed de belleza.
Historias o experiencias como las que alientan estas prácticas artísticas o la ansiedad por consumirlas ocurren en diversos lugares del mundo con situaciones críticas y se manifiestan de acuerdo a culturas y situaciones específicas. Pero todas advierten de un comportamiento humano universal: aun con carencias y dificultades, el hombre es capaz de buscar alimentos para su espíritu pues también esa parte intangible de su organismo lo necesita para ser lo que somos. Y eso los ayuda a salvarse de la desesperación, quizás hasta de la locura a la que los aboca una ríspida cotidianeidad.
Es, de cierta forma, el mismo comportamiento que me cuenta una amiga que vive muy cerca de las damas cantantes: “Hoy otra vez llevamos ni sé cuántas horas sin electricidad. Esto es desgastante. Ya no sé qué hacer. ¿Hasta cuándo? Y ya estoy muy vieja para irme… Por suerte tengo algunos buenos libros para leer”.
Y así a tantos de mis compatriotas se les esfuman los días que son semanas, meses, años. Sin otras opciones, ya muchos sin esperanzas, pero que sobreviven consolando uno de los estómagos más potentes de la condición humana. Ese que puede funcionar como un salvavidas encontrado en el mar más proceloso, aunque sin poder darnos la garantía de que vamos a llegar a alguna orilla.
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