No hay país próspero sin estudiantes
El número de alumnos que supera el nivel de estudios de sus padres está cayendo en México


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México está sufriendo una regresión en el mundo estudiantil que estos días ponen de manifiesto rigurosos informes en los que se alerta de que cada vez es menor el número de jóvenes que alcanza la misma titulación o nivel escolar que tienen sus padres. El Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) ha publicado que de 2016 a 2024 se redujo de un 72% a un 67% la proporción de muchachos entre 18 y 24 años que siguieron los pasos de la familia en los establecimientos educativos. La pandemia fue un periodo fatal para los estudiantes, muchos de los cuales se vieron abandonados por el sistema, quizá para siempre. Pero ese no es el único factor a tener en cuenta en esta involución, también lo es el presupuesto público, que debe incidir aún más en los hogares más pobres. Se ha hecho un esfuerzo en el reparto de becas, pero no será suficiente o no estará siendo acertado en su modelo si los jóvenes están perdiendo posiciones formativas respecto a sus padres. El informe también plantea, de nuevo, la acusada desventaja entre los alumnos de clases pobres, cuya probabilidad de alcanzar niveles universitarios es cuatro veces menor que la de sus colegas de hogares acomodados. Si hay una herramienta para eliminar la pobreza y la brecha de la desigualdad, esa es la educación. Un gobierno que quiera revertir ambos extremos debe dedicar su mayor interés a esa materia.
Cuando una familia está pasando apuros económicos y necesita del trabajo de todos sus miembros para solventar las necesidades básicas de poco servirá que se le recuerde que un alto nivel educativo procura mayor bienestar en la vida. Las emergencias deben atenderse cuando surgen. Tampoco ayuda el ejemplo de muchos jóvenes que se han esforzado por superar su estatus académico y el de sus progenitores y ahora se ven obligados a vagar en busca de un empleo que no les devuelva a las antiguas carencias.
La formación de los escolares descansa en tres pilares: ellos mismos, sus familias y el Estado. Si dos de estas patas fracasan, la mesa rodará por el suelo. Dado que en México son millones las familias que poco pueden hacer para mantener en el sistema educativo a sus hijos, es el Estado el que debe tomar con fuerza esas riendas, no solo transmitiendo con éxito la necesidad de avanzar en los estudios a toda costa, por el bien propio y del país entero, sino proporcionando los recursos para ello, es decir, que las familias encuentren un día que es mucho más rentable que sus hijos estén estudiando que trabajando. Se necesita mucho dinero público para ello, sin duda, pero la educación es una materia que los gobiernos están obligados a tratar con la mayor generosidad, teniendo en cuenta que se trata de una carrera de fondo que no dará rendimientos políticos a corto plazo, pero que la historia juzgará a su favor.
Si para atender este desfase educativo es necesario emprender una reforma fiscal que cambie el destino de millones de jóvenes, esos cuyas familias están pagando con sus magros impuestos las universidades de los más adinerados, debería ser una cuestión prioritaria e insoslayable. Para darle la vuelta al sistema nada mejor que empezar por que los ricos contribuyan a las arcas más que los pobres, verdades de perogrullo en las que nunca está de más insistir. Es tanto el dinero que requiere universalizar la educación desde el principio hasta el final que no basta con la voluntad de repartir algunas becas cuyo monto nunca estará a la altura de lo que una familia obtiene poniendo a sus hijos a trabajar. Si hay razón poderosa para abordar una reforma fiscal, esa es la educación, porque no habrá país rico con estudiantes pobres, es decir, sin estudiantes. El gran salto de una nación en el mundo siempre llega de la mano de sus millones de jóvenes cuando pueden decir que hubo un Estado que les ayudó a superar las carencias de sus familias. Es urgente que el elevador social vuelva a funcionar.
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