El Papa y la gran coalición
Leon XIV no es un revolucionario, pero sí un símbolo de relevo global


La batalla por el futuro se perfila con nitidez. Tres hechos recientes, aunque distintos, revelan transformaciones similares: la elección de Merz en segunda votación, la consolidación de Reform UK como fuerza política emergente liderada por Farage y la llegada de un papa norteamericano. Cada uno, a su manera, cuestiona las viejas estructuras de poder occidental. Juntos, simbolizan el derrumbe del centro como ancla de equilibrio y la erosión del orden liberal surgido tras 1945. Merz tenía lista la cerveza y la foto de victoria, pero no los votos, a pesar de la gran coalición. La lógica del consenso alemán, fundada en la estabilidad de posguerra, no fue suficiente para contener las fracturas internas, incluso dentro de los partidos tradicionales. El sistema ya no se sostiene por la inercia institucional. El pacto entre centroderecha y centroizquierda que garantizó solidez durante décadas ya no mantiene su fuerza de cohesión. Y el desgaste no es anecdótico, es el síntoma de que el viejo régimen tecnocrático pierde su poder. Farage capitaliza también el derrumbe del centro: se alimenta del desprecio popular a las élites y los partidos tradicionales. Su éxito no es periférico sino estructural: su populismo ya no divide, reemplaza. Con su pinta de jugador retirado de cricket y la energía de un predicador laico, no propone soluciones técnicas sino visiones: habla del país y la identidad, del orgullo perdido y los olvidados. Su consolidación como líder político es parte de un proceso más amplio: el desencanto con los partidos tradicionales.
El tercer acontecimiento ocurrió bajo la oscura cúpula de San Pedro: la elección del papa estadounidense. Aunque lo tildemos de “progresista”, su perfil es revelador por otro motivo: es un centrista, pero de otro centro, uno forjado en Chicago y no en Roma. Y no es anecdótico: junto a su predecesor, confirma el fin del monopolio europeo sobre lo universal. El papado, símbolo último de continuidad y tradición, fue históricamente la voz de Europa ante el mundo y el segundo papa americano contesta esa lógica vetusta. El universalismo se ha americanizado y se globaliza desde el inglés, desde Silicon Valley y también desde el poder religioso, que profundiza sus raíces en otro país occidental, pero con una sensibilidad muy distinta respecto a lo político, lo religioso y lo moral.
En los tres casos, el sistema intenta sostenerse, pero su capacidad de representación se desdibuja. En Alemania, los partidos aseguran acuerdos formales, pero las bases los sabotean; en el Reino Unido, el sistema impide una representación proporcional del voto de Reform UK, pero no contiene su impacto; en la Iglesia, se elige un papa que simboliza a la vez apertura y continuidad (otro papa de tez blanca, aunque criollo para la patria del White Power), pero también una reorganización de poder interna: EE UU no solo influye política y económicamente, también espiritualmente. No es solo una crisis del sistema sino de quienes lo representan. La investidura fallida de Merz refleja desconfianza hacia una élite que no ha sabido regenerarse tras Merkel. Farage, con su tono plebeyo e irónico, encarna una élite alternativa, nacionalista, mediática y faltona. El papa americano no es un revolucionario, pero sí un símbolo de relevo global: la Iglesia se realinea con los polos de poder contemporáneos. Un Merz sin votos, un Farage que gana en los márgenes, un papa que habla con el acento del último imperio. No es el caos, sino el ajuste sísmico de un mundo que ya no se ordena como antes.
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