Pantuflas bordadas
Los analistas han tratado de vaticinar el futuro del nuevo papa León XIV por los zapatos que utiliza


Por un lado, un ritual espléndido, fascinante, hipnótico y por otro un falso y vacuo trampantojo, así ha sido, según como se mire, el cónclave en el que se ha elegido a un nuevo papa. Nadie ha mencionado a Dios en este fastuoso espectáculo. El protagonismo se lo han llevado las sagradas vestiduras. Las sotanas rojas de los cardenales, las mismas que ocultan las pasiones latiendo en los cuerpos desnudos que hay debajo, se han apoderado de la mirada de millones de espectadores. En ese camino hacia la cumbre de Su Santidad el ornamento cubre los genitales, el vericueto de los intestinos, el hígado con toda clase de secreciones, la vesícula con la bilis, el corazón con los buenos sentimientos y el cerebro con los malos pensamientos recalentados bajo la mitra faraónica. La revelación del humo blanco ha sido precedida por procesiones entre pinturas de Miguel Ángel, una liturgia medida, las palabras solemnes pronunciadas con un tono melifluo lleno de superlativos para expresar los consabidos deseos de paz universal en un latín eclesiástico. Al final de ese proceso al cardenal elegido, Robert Francis Prevost, se le ha puesto súbitamente cara de papa León XIV, no por la acción de Espíritu Santo sino porque ha salido al balcón con la sotana blanca, la muceta, la cruz de oro en el pecho y la estola bordada. Imagino que durante el Renacimiento el papa, ya fuera Medici o Borgia, cada uno según su especialidad con el veneno o la daga, era una figura que iba creciendo a partir de unas pantuflas bordadas en oro y pedrería. Las sedas y armiños llegaban a tapar su chepa que contenía el poder como una caja negra y dentro de ella resonaban juntos el volteo general de campanas y el ladrido de los lobos. Los analistas han tratado de vaticinar el futuro del nuevo papa León XIV por los zapatos. Han considerado buena señal que no los calce rojos de Prada como Ratzinger con los que pisó el campo de exterminio de Auschwitz, sino negros, como los de Francisco, aptos para pisar charcos.
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