Réquiem por las horas muertas
Nuestra obsesión por identificarnos por lo que hacemos nos priva de otras señas de nuestra personalidad


“¿Adónde van las horas muertas cuando crecemos?” Se lo pregunta Enrique Alpañés en una columna de este periódico en la que reflexiona sobre la apretada agenda del hombre contemporáneo. El texto es maravilloso en su sencillez, y la pregunta, pertinente: uno rememora las siestas de verano que no se echaba en la infancia —la Vuelta bajita en la tele, algún durmiente con el matamoscas en la mano— y no puede más que preguntarse cuándo pulsó el botón de x2. Cuándo empezó la vida a ir tan rápido.
Pero no estoy segura de que mis hijos y sus compañeros de la escuela infantil vayan a hacerse esa pregunta cuando crezcan, porque hace tiempo que también los críos dejaron de tener horas muertas, de habitar ese tiempo lento que rememora Alpañés. Esta misma semana, mis hijos quisieron coger en la biblioteca un cuento titulado ¡Venga, Bruno!, que es más para padres que para niños: cuenta la historia de un niño al que apuntan a demasiadas extraescolares y tanto él como sus padres acaban, claro, exhaustos.
El de Bruno es el día a día de muchos niños: ir a robótica los lunes, a inglés los martes, a judo los miércoles, a música los jueves, y los viernes, para relajarse de tanto trajín, a yoga infantil. Algunos padres lo hacen porque no les queda otra, porque trabajan hasta las seis y tienen que colocar a los críos en algún lado. Pero otros lo hacen porque, como los padres de Bruno, sienten que sus hijos tienen que hacer cosas. Que las horas muertas tirados en el suelo jugando con un cochecito no tienen mucho sentido, pudiendo invertirlas en aprender chino o teatro.
Es muy difícil no sucumbir a esa inercia que nos arrastra a ser productivos incluso en nuestro tiempo de ocio, a autoexplotarnos en nombre de la realización personal, como dice el reciente Princesa de Asturias Byung-Chul Han. Sobre todo los más jóvenes, esos que estamos siendo padres ahora, nos hemos creído que nuestra identidad se reduce a lo que producimos y consumimos, que a veces son objetos pero otras experiencias. Despojar a la masa de las unidades de sentido tradicionales no dio lugar a la libertad sino a grilletes nuevos. Nos trajo yugos más superfluos, menos perceptibles, pero no por ello menos pesados.
Recuerdo un tuit de un periodista, treintañero como yo, que compartía hace unos meses en X un ejercicio que le había recomendado su psicóloga: preguntarse qué era él más allá de su trabajo y su ideología. El suyo no es un caso aislado: cuando nos piden que nos definamos, muchos de mi generación respondemos antes que somos viajeros empedernidos o consejeros delegados de no sé qué, antes que hijos de Domingo el carpintero, nietos de la Dolores. Si El peregrino ruso, que acaba de revisitar Pablo D’Ors, se escribiera ahora, se llamaría El turista universal y arrancaría así: “Por la gracia del capital soy hombre y soy hacedor; por mis actos, gran consumidor”.
Es ahí donde se han ido las horas muertas, las de los grandes y los chicos: al mismo basurero al que hemos tirado el valor de la comunidad (que es presente, pero también pasado y futuro), la trascendencia y la contemplación o la certeza de que la vida es una gracia en sí misma. Y condicionar el ser al hacer —un hacer que en nuestro tiempo es, además, sinónimo de consumir—, no puede dar como resultado más que un hombre arrojado a la nada. A una realidad vertiginosa pero vacía en la que uno acaba sin saber muy bien qué es, aparte de un cargo en inglés que no le paga la entrada de un piso, una papeleta en una urna cada cuatro años y una agenda llena de escapadas.
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