Lo ‘habemus’, pero no lo ‘tenemus’
Las lenguas, como los partidos, no gustan de dobles liderazgos. Si dos elementos expresan lo mismo, se terminarán especializando o uno de los dos caerá


La ilusión es tan libre como el miedo. Cada uno se esperanza con lo que quiere. Déjenme admitir que escuchar en televisión hace un par de días el balcónico anuncio del nombramiento del Papa me transmitió por unos segundos la idea, falsa y feliz, de que el latín seguía siendo la lengua franca internacional que fue. Que se haya escuchado mundialmente al protodiácono de la Iglesia católica decir, con ese latín eclesiástico pronunciado a lo romance que gastan en el Vaticano: “Annuntio vobis gaudium magnum” (o sea, “os anuncio una gran alegría”) antes del famoso “habemus papam” nos dio la oportunidad de escuchar, por un día y en decenas de telediarios, un poquito de la lengua madre que tanta cultura nos daría si la conociésemos más. El raquítico nivel de latín que se nos ha quedado en España se conforma con entender la parte final del anuncio, el “habemus papam” que, en la alharaca mediática, se traslada con vértigo y expectativa: “Tenemos papa”. La traducción es correcta, pero la implicación que de ella se deriva no lo es, me temo.
Sí, tenemos papa, y en latín se anunciaba ese nombramiento con el verbo que típicamente se usaba para expresar posesión: habere, el mismo que hoy se emplea en francés (avoir) o italiano (avere) para esa misma noción. Pero no todas las lenguas que han nacido del latín han mantenido ese verbo para la posesión: en portugués, catalán y castellano, entre otras lenguas romances, la posesión se expresa no con la herencia de habere sino con la de tenere. Y eso no es un cambio menor.
Ambos verbos, habere y tenere, existían en latín. El primero era el más generalizado; con tenere, mucho menos usado, se expresaba que algo se mantenía en las manos, se agarraba. Es el valor que hoy se localiza si le pedimos a alguien que nos aguante el bolso con un “tenme”. Tenere tenía usos posesivos muy secundarios, pero los hablantes entendemos y sobreentendemos lo que nos apetece: tener un objeto entre nuestras manos se convertía, por extensión, en controlarlo bajo nuestro dominio y tenere empezó a ser usado también como verbo de posesión.
Las lenguas se parecen a los partidos políticos, que no gustan de dobles liderazgos. Si dos elementos aparentemente expresan lo mismo, se terminarán especializando o uno de los dos caerá. Eso fue lo que ocurrió con los dos verbos de posesión mientras el castellano los mantuvo vivos: uno, haber, se especializó en expresar posesiones de entes abstractos, y el otro, tener, se empleaba para cosas concretas. Se había esperanza pero se tenía un sombrero, por ejemplo. Eran dos extremos de una misma noción, la posesión, y el reparto no era absolutamente rígido, pero, durante la vigencia de esta dualidad, estaba claro que se tenían unas cosas y se habían otras, que haber era genérico y tener no y que no era lo mismo lograr o haber algo que tenerlo y, por tanto, mantenerlo, manejarlo o disfrutarlo.
Nada es eterno, claro, ni en el Vaticano ni en la lengua. El reparto de estos dos verbos empezó a ser alterado en el siglo XV y, para el XVI, tener era el ganador de la batalla, el que se quedó con todo el terreno de la posesión en español. La filóloga alemana Eva Seifert, ocasional novia de Vicente Aleixandre, fue una de las primeras que estudió esta pareja de verbos en 1930, y decía que tenere pasó de ser ayudante de habere a ser un usurpador. Hoy usamos haber como verbo auxiliar (“habían elegido”) y para decir que algo existe (“hay papa”, “hay un cónclave”) pero no para la posesión, que se expresa en español con tener. No será la primera vez que lo nuevo barre a lo viejo en la lengua.
La acumulación de lo posesivo en un solo verbo no implica que se hayan perdido los matices que hay dentro de todo acto de posesión, implica que los expresamos de otra manera, si es que sabemos distinguirlos. Y hay que distinguirlos. Cuando el nuevo Papa se dio la vuelta y vimos su espalda antes de que el balcón se cerrara, pensé cuántas fuerzas y personas distintas, cuántos bandos y bandas diferentes estaban a partir de ese momento empezando a movilizarse tras el habemus papam, para lograr su propio tenemus papam, para tratar de asirlo, de disfrutarlo o de manejarlo, de tenerlo de su parte. Pienso en lo egoísta y lo mezquino, en los que quieren obtener cargos y prelaturas. Pienso en los que ideológicamente querrán ganárselo para alterar el ritmo de reformas que la Iglesia, a veces con aceleración, a veces con parsimonia, ha ido avanzando desde el final del siglo XX en su intento de no divorciarse (y no uso el verbo con segundas) de la sociedad. Pero también pienso en lo que desde Europa podamos obtener de este Papa estadounidense con aliento hispánico. El papado no es solo un liderazgo eclesiástico del que se deriva un modelo moral, el Vaticano es más que un estado y tener un nuevo Papa abre la posibilidad de una nueva sujeción en el tablero de las relaciones internacionales. Entre las extorsiones abominables de las negociaciones con Ucrania y el bucle sangriento de Gaza, este Papa puede ser una voz distinta en el juego de fuerzas de la política mundial, donde Europa no tiene ya ni una sola lengua, ni una única portavocía ni un balcón de autoridad al que se mire con expectación, donde últimamente Europa parece no tener sino ser tenida. Después de haber, en fin, un nuevo Papa, espero que podamos tenerlo de nuestro lado y ganarlo para la causa europea.
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