Tatuaje
Ya escribió Fernando Savater, en otro contexto, que la educación sirve para que los niños conozcan las alternativas que existen a los prejuicios de sus padres


La última palabra que mi hijo dijo mal sin ser consciente fue “tutuaje”. En algún momento quiso tener un tatuaje, igual porque su madre y yo no tenemos, y aunque creímos que ya hablaba perfectamente, soltó “tutuaje”. Habíamos pasado años enseñándole el verdadero secreto de hacerse adulto, que es el secreto del lenguaje y sus posibilidades, también las peores. Poco a poco fue diciendo bien incluso las palabras que más gracia nos hacía que dijese mal, y cuando nos dimos cuenta ya habíamos dejado atrás del todo a aquel niño: no nos habíamos quedado con nada de aquella época.
Hasta que dijo “tutuajes”. Esa palabra sobrevivía en el presente por puro desconocimiento, como el marido de Nicole Kidman en Los Otros regresando de una guerra acabada a una casa llena de muertos. Se convirtió en nuestra palabra fetiche hasta que el mundo, ajeno siempre, como debe ser, a los deseos egoístas de su familia, le acabó enseñando lo que no le enseñaban en casa. Su primer “tatuaje” fue una clarísima decepción que hubo que disimular. Tampoco, la verdad, queríamos ver a un señor con bigotes de 40 años diciendo por ahí “tutuajes” para nuestro gozo. Ya escribió Fernando Savater, en otro contexto, que la educación sirve para que los niños conozcan las alternativas que existen a los prejuicios de sus padres.
Hace una semana visité a unos amigos cuya hija está aprendiendo a hablar. No conoce la mentira, ni entiende que los demás no podamos saber qué piensa. Les he dicho a sus padres que ojalá conserven sin corregir alguna de esas palabras que dice ahora porque en el futuro la necesitarán para paliar la dichosa y feliz destrucción del tiempo.
Y este lunes conversé con ChatGPT sobre la estructura del lenguaje y la moral que la empapa (“quien domina el lenguaje, domina también la moral del momento”); en medio de la tarde, la IA soltó que cuando ciertas palabras se van, o las dejamos de pronunciar, “vuelven del mismo modo que los hijos vuelven a casa: nunca para quedarse, sino para despedirse bien”. Pronto no solo no nos dejarán hablar mal, sino algo aún más inquietante: tampoco escribir mejor.
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