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Tribuna
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La fortaleza de Europa está en su capital ético

La UE debe evitar el camino de la doctrina de Trump, que pretende hacer grande su país socavando los valores de la convivencia, sin los que no se mantiene una sociedad democrática

Tribuna Adela Cortina 07/05/25
Adela Cortina

Decía Kant en el siglo XVIII que hasta un pueblo de demonios, de seres sin sensibilidad moral, preferiría vivir en un Estado de derecho, en que las leyes regulan las relaciones mutuas y es el juez quien dirime en las disputas, a vivir en el estado de naturaleza, en el que reina la lucha de todos contra todos y vence el más fuerte en poder, no el que tiene mejores razones. Pero, eso sí, añadía a continuación que los demonios preferirían ese orden con tal de que tuvieran inteligencia.

También apelando a esa inteligencia, el Leviatán de Thomas Hobbes avisaba de que hasta el más débil puede quitar la vida al fuerte por mucho poder que acumule y que vivir pendiente de esa espada de Damocles hace insegura la existencia. De ahí que la razón aconseje firmar un contrato para buscar la paz y seguirla, el célebre contrato social del mundo moderno que ha llegado, mal que bien, hasta nuestros días. Hobbes creía que de ese contrato forma parte la obligación de mantener lo acordado, según el célebre apotegma pacta sunt servanda, los pactos han de cumplirse. Pero, como muy bien han recordado autores como Karl-Otto Apel, esa obligación no puede pactarse, sino que es un presupuesto ético sin el que pierde su fuerza obligatoria todo lo acordado.

Sin necesidad de entrar en reflexiones morales más profundas, como la de que hay que buscar la paz porque toda persona vale por sí misma y es preciso crear un orden social que proteja su vida y la empodere, ya en el más elemental nivel utilitario se entiende que es inteligente buscar aliados, y no adversarios, que pueden destruirnos a la menor oportunidad. Los juegos de suma positiva, en que todos ganan, son infinitamente más sabios que los de suma negativa, sobre todo si se asientan sobre la base de un mínimo de confianza en que los demás jugadores van a mantener su palabra durante un tiempo prudencial. La confianza básica es la piedra angular de la vida compartida.

Desgraciadamente, en el siglo XXI tanto la política global como la local apuestan a los juegos de suma negativa selectiva, con desastrosas consecuencias para todos, especialmente para los peor situados.

Como es evidente, Donald Trump ha removido el tablero internacional introduciendo un cambio de alianzas. En principio consistió en abandonar a los socios que al menos verbalmente apuestan por los valores que Estados Unidos decía defender, es decir, la democracia y los derechos humanos, y en optar por autócratas como Vladímir Putin y Xi Jinping. Pero después inauguró un baile de contactos bilaterales volátiles, cambiantes, que generan desconfianza generalizada y desorientación, rompen esas reglas de juego ya asumidas, necesarias para el buen funcionamiento de la vida política, la económica y la social. Pero lo peor es que los demás países están imitando el modelo.

Cosa que Europa no debería hacer de ningún modo, porque, aun con todas sus grietas y debilidades, cuenta con la experiencia de haber ido forjando desde el Renacimiento la conciencia de ser no sólo una entidad geográfica, más o menos perfilada, no sólo el resultado de una historia nacida especialmente en Roma, no sólo una unión económica potente, sino también y sobre todo una cultura de valores compartidos, que supone un potente capital ético. La fortaleza de Europa fue forjándose cuando los renacentistas —Moro, Vives, Erasmo, Laguna— buscaron la paz, pero no unilateralmente, no desde la disgregación, sino intentando descubrir lo común a las distintas naciones que componían lo que había sido la república cristiana. Llegar a la paz exigía fortalecer las raíces comunes y respetar las diferencias que no generaran injusticias.

El camino de Europa no fue entonces la religión civil propuesta por Maquiavelo, sino la busca de valores comunes que irá dando lugar en el siglo XX a la ética cívica, propia de las sociedades democráticas y pluralistas, como es el caso de Europa e Iberoamérica, y también de algún modo de Estados Unidos.

El modelo de la religión civil, fuente de patriotismo nacionalista, considera que todo vale para cohesionar a la ciudadanía, incluso el recurso a los milagros, al mito de Rómulo y Remo en la fundación de Roma. Como bien diría Rousseau, no es ésta la religión del hombre, la que vincula al hombre con Dios, sino la religión del ciudadano, que une a los ciudadanos entre sí y a la nación. Obviamente, no puede ser sino particularista.

Por el contrario, el camino de la ética cívica para crear una cohesión madura entre la ciudadanía consiste en sacar a la luz los valores morales compartidos. Poco a poco irían cristalizando en la aspiración a la libertad, a la igualdad, al diálogo como fuente de resolución de conflictos, al respeto activo hacia aquellos que piensan de modo diferente, a la confianza en una ciencia situada al servicio de la humanidad y al respeto a la naturaleza. Valores que pretenden universalidad y reclaman, para articularse políticamente, la creación de Estados de derecho a través del contrato social, pero también el suelo nutricio de la alianza entre todas las personas, que obliga a los Estados a practicar la hospitalidad universal.

Es un camino mucho más prometedor que el de la doctrina MAGA, que puede volverse contra sus propios apóstoles si pretenden hacer grande su país socavando su propio capital ético, destruyendo los hábitos del corazón que constituyen su entraña. De ese capital forman parte los valores y las virtudes de la convivencia, sin las que no se mantiene una sociedad democrática.

Mentir impunemente, faltar a la palabra dada y asegurar que es un cambio de opinión, contar la historia haciendo de Ucrania el país invasor de Rusia y de Volodímir Zelenski un dictador, nazi para mayor dislate, pretender que Ucrania se niega a negociar, y que Putin, por el contrario, está dispuesto a llegar a un acuerdo, humillar a Zelenski desde el comentario despectivo sobre su atuendo hasta el flagrante desprecio de ningunearle en las conversaciones sobre el futuro de Ucrania, el constante cambio de humor, las groserías hirientes dirigidas a los interlocutores, el intolerable ensañamiento con los inmigrantes. Trump está traicionando los valores que hacían de Estados Unidos un país admirable y quebrando las reglas de juego necesarias para avanzar.

La aritmética de los votos, las supuestas ganancias económicas, que fluctúan día a día, y las balandronadas no hacen grande un país.

¿Cómo es posible que no haya habido antes en Estados Unidos una repulsa de buena parte de la ciudadanía, al menos desde el sector demócrata? ¿Cómo es posible que no hayan reaccionado rápidamente esas universidades supuestamente excelentes, que acumulan artículos en los primeros cuartiles de las revistas de impacto y ocupan los primeros puestos de los rankings académicos? Ni siquiera la ceremonia de los Óscar, tan crítica habitualmente con el mundo político, puso apenas en cuestión el cambio de rumbo.

En este entorno, Europa tiene que jugar sus cartas desde la unidad interna, cumpliendo sus obligaciones con sus aliados tradicionales, incluyendo los compromisos en seguridad y defensa, actuando —como se ha dicho— como un socio creíble en el fortalecimiento de los valores democráticos. Ese es el mejor camino para hacer grandes los países y un mundo que es ya global en un horizonte cosmopolita.

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