Ni los vídeos de perritos nos salvarán
¿Qué pasa cuando se apaga hasta el contenido tierno que te evade de la realidad?


Mi rincón favorito de Instagram es un chat privado con una amiga de la universidad en el que solo compartimos vídeos de perritos. Tenemos tan compartimentada nuestra relación que, a diferencia de los mensajes de WhatsApp habituales sobre nuestras rutinas, los correos de trabajo y las reuniones en persona, porque tenemos la suerte de poder trabajar y vivir en la misma ciudad, en ese espacio sagrado no se trata otro asunto más que observar a canes haciendo cosas. Durante años, entre rupturas y crisis vitales, en los momentos más bajos de ánimo de nuestra existencia, ese rincón evasor ha sido nuestro salvavidas particular. Un flotador en el océano de desengaños y ansiedades comunes de la vida adulta.
El último vídeo de mi chat salvador es Este perrito espera todos los días a que su mejor amiga baje del autobús escolar. En ese clip viral con más de 130.000 corazones pulsados se ve a un dachshund que espera ansioso a que una niña de unos 10 años descienda de su transporte escolar. Viendo ese reel me acordé de Hachiko, el perro de raza akita que iba siempre a la estación de Shibuya, en Tokio, a esperar el tren en el que todos los días regresaba del trabajo su dueño. Hasta que un día el hombre murió repentinamente. El animal siguió esperando durante 10 años en el horario habitual, cada día, en esa estación. O Fido, un perro de una pequeña localidad cercana a Florencia que esperó en la misma parada del autobús durante 14 años a su cuidador, muerto en un bombardeo aliado en diciembre de 1943. O la leyenda de Geyfriars Bobby, el skye terrier que pasó todas las noches de sus últimos 14 años de vida junto a la tumba de su humano, fallecido en Edimburgo en 1858.
Creo que algunas de esas historias las he compartido con mi amiga en ese chat. Por eso, me sorprendí, en vacaciones, soltando una carcajada culpable al aire, sin que la perrita con la que convivo me escuchara, mientras leía a Sigrid Nunez y lo que la protagonista de El amigo (Anagrama, 2019) piensa a propósito de estas historias de mascotas fieles: “Es interesante que la gente siempre haya tomado esos comportamientos como ejemplos de extrema lealtad más que de extrema estupidez u otro defecto mental. Yo misma dudo de lo que cuentan en China sobre un perro que, según parece, se ahogó de puro pesar. Pero historias como estas son una de las razones principales por las que siempre preferí los gatos”. Espóiler: eso es al principio, antes de asumir el cuidado de Apollo, un gran danés de cinco años del que se hará cargo tras el suicidio de su antiguo propietario, mentor de la protagonista. “Uno suele preguntarse cómo fue antes de que la conocieras esa persona a la que has llegado a amar. Así me he sentido hacia todos los hombres de los que he estado enamorada y ahora me siento así hacia Apollo”. Cómo no se iba a quedar prendada.
Este lunes recordé lo que una moderadora de contenidos contó en Salvados sobre lo que le recomendó el psiquiatra de Meta para contrarrestar el trauma de presenciar violaciones, infanticidios y decapitaciones en su trabajo: tener otra pantalla auxiliar en la que no parasen de salir, en bucle, vídeos tiernos de cachorritos. Pero, ¿qué pasa cuando todo se apaga a tu alrededor y ni puedes acceder al contenido evasor de tu ansiedad? Pensé en ello mientras apuraba la batería del portátil con este texto, sin luz ni teléfono ni redes durante el gran apagón. Antes, por cada bomba en Gaza, por cada medida en contra de los derechos civiles o de las personas trans, mi amiga y yo disociábamos con clips tiernos para recuperar la fe en algo. Lo que nunca imaginamos es que habría días como este lunes, cuando, incomunicadas, hasta vimos caer el vínculo de los perritos que siempre nos salvan de la realidad.
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