Crónica desde 1995
Ya no somos nadie sin la electricidad


Hacía 30 años que no dictaba una columna al periódico. Ya no está Rosi, nuestra secre histórica, pero siempre, siempre hay algún colega al otro lado. Puedo hacerlo porque he conseguido llegar a un santuario tecnológico dotado con un grupo electrógeno que me permite enviar y recibir llamadas y datos.
Me enteré de la magnitud del apagón porque a media mañana me eché a la calle y fui andando dos kilómetros a comprar unas pilas gordas de las que ya no se ven por el mapa para poner en marcha un transistor arrumbado en un trastero y poder al menos escuchar la radio. Estaba teletrabajando hiperconectada cuando de repente perdí todo contacto con el mundo. Hacía un sol espléndido, pero todo estaba a oscuras. La tele, el teléfono, la vitrocerámica, la nevera, el microondas, el ordenador, las tiendas, las gasolineras... La vida. Una sensación de inquietante tranquilidad lo invadía todo. Demasiada tranquilidad para mis nervios.
Mi primer impulso, claro, fue saber cómo estaban los míos. Misión imposible. Solo lo supe cuando llegaron a casa desde sus trabajos. Cuando se fue la luz, mi hija mayor estaba en un quirófano a cargo de la anestesia del paciente. A media intervención se apagaron las luces y entró en marcha el generador. El equipo quirúrgico terminó la operación y anularon las demás programadas. Mi hija pequeña, fisioterapeuta, estaba trabajando en una residencia de mayores. Sus pacientes, algunos centenarios, fueron los que se tomaron la debacle con más calma. Seguro que no era el primer gran apagón de sus vidas antes del último.
Con las polluelas en el nido, me bajaron las pulsaciones a un ritmo compatible con la vida. De intentar acudir a mi puesto de trabajo ni hablamos. Carreteras colapsadas, autobuses atestados, sirenas sonando bajo el mismo espectacular solazo de primavera que, cuando vuelva la luz, sin la que ya no somos nadie, dará lugar al primero de los puentes de Madison, digo de mayo. Hasta la próxima hecatombe
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