Zohran Mamdani, una respuesta política al país de Donald Trump
Si Nueva York elige en noviembre al ganador de las primarias demócratas como alcalde, haría algo incluso más necesario que apostar por un político con credenciales progresistas. Demostraría que existe aún la posibilidad de otro tiempo

La cuestión cultural
Zohran Mamdani, el joven de 33 años que el pasado 24 de junio arrasara en las primarias demócratas por la alcaldía de Nueva York, simboliza al sujeto multicultural que el sistema de medios mainstream habría defendido sin inconvenientes si el chico hubiese aceptado, dentro del catálogo político de su partido o dentro de cualquier otra institución importante, el puesto que funciona como cuota de diversidad mimetizada y maquillaje inclusivo del poder central. Sus padres son indios, musulmanes punjabíes, y él, también musulmán, nació en Kampala, Uganda, y vivió allí hasta los siete años, cuando su familia decidió mudarse a Queens, el distrito más diverso y agitado de la ciudad que ahora aspira a gobernar.
“¿Te gusta el capitalismo?“, le preguntó hace dos semanas Erin Burnett durante una entrevista en CNN, poco después de su victoria electoral. ”No", respondió Mamdani sin titubear y con una sonrisa un tanto maliciosa, “tengo muchas críticas al capitalismo”. El cosmopolitismo newyorker, que frecuentemente apela a una suerte de teatro multiétnico costumbrista y actúa como souvenir publicitario, cargaría también con la potencia política de una experiencia mezclada, y dicha experiencia tendría la necesidad de rescatar la noción material de las clases, justamente para articular el mestizaje subalterno como una fuerza de cambio algo más efectiva que la actual economía moral de la víctima y su esencialización de la desgracia.
Este 3 de julio, The New York Times publicó que en 2009, en la hoja de aplicación para la Universidad de Columbia, Mamdani se identificó como asiático, pero también como negro o afroamericano, aun cuando él no se considere tal cosa. El chico respondió que, a pesar del carácter restringido de estas aplicaciones, y como no había una sección específica para un indio-ugandés, intentó marcar las casillas que pudiesen reflejar sus antecedentes lo mejor posible. El reportaje no parece haber causado daño alguno a su reputación, más bien ha sido objeto de escarnio tanto por la importancia desmedida que el periódico le otorgó al incidente, como por la manifiesta intención de encontrar a cualquier precio alguna escandalosa falla ética en Mamdani.
Hace unos años, un dato así seguramente habría afectado su integridad política, lanzándolo a una suerte de trifulca identitaria con la comunidad afroamericana, pero hoy este procedimiento woke solo parece remitir al racismo que habita en la propensión estadounidense de clasificar a todo el mundo todo el tiempo, y a la ironía que subyace en el hecho de que, mientras más casillas añadan, mientras más subgrupos se habiliten en nombre del respeto a la diferencia, más excluyente se vuelve la identidad y más esquiva el sujeto las reglas de la normatividad blanca. El asunto, sin embargo, se complicó cuando los lectores supieron que la fuente que había filtrado la planilla de Mamdani a The New York Times, un tal Jordan Lasker, es nada menos que un hacker supremacista amante de la eugenesia, cuyas intenciones no son otras que eliminar cualquier tipo de representatividad cultural y racial en las universidades del país.
La neutralidad liberal es siempre un instrumento de la reacción, y la soberbia intelectual que una ideología necesita para definirse a sí misma como la fuerza equidistante dentro del espectro político, resulta incluso menos dañina que el verdadero deseo reprimido de las instituciones y los sujetos llamados de centro, puesto que no solo se trata de un lugar que intenta permanentemente vaciarse de responsabilidad histórica, sino que esa pretensión es su única propiedad constitutiva, y lo que ocurre en un mundo límite como este, además de la evidencia de que en todo momento y en todo lugar toda fuerza política tiene siempre algún grado de responsabilidad histórica, es que nadie quiere votar por alguien que no se encarga de lo que sucede.
La ideología woke abandonó cualquier intento de restitución de la justicia porque nunca se ocupó del capitalismo de mercado, y el despliegue atorrante de la buena conciencia demócrata ha hecho que el partido quede atrapado en la siguiente situación hipócrita: así como intentan contener la deriva fascista de la actual política doméstica impulsada por sus rivales republicanos, así parecen, debido a la corriente aislacionista del trumpismo, haber quedado como los únicos dueños de la máquina de guerra capitalista, de la expansión de la producción a través de la administración y la distribución ejemplar de la muerte.
La cuestión económica
Bernie Sanders le pidió a los demócratas que replicaran la estrategia política de Mamdani y atendieran los asuntos económicos de la clase trabajadora, pero sus colegas no parecen haberle hecho demasiado caso, atados como están a los PACs corporativos y a los lobbys sionistas, y aferrados todavía a aquello que sí es completamente suyo: la caricatura en la que convirtieron las políticas de la identidad. Lo que tristemente no ha entendido Sanders, quien aún habla con eufemismos como “la guerra de Netanyahu”, es que Mamdani también obtuvo su victoria por haber sido el primer político estadounidense en condenar sin subterfugios el genocidio israelí en Gaza.
No puede llevarse adelante, en ninguna parte, un proyecto de democratización social que evada la pregunta por Palestina, y solo la rabia y el asco que despiertan esos crímenes tienen la fuerza necesaria para generar en Occidente un horizonte político que pueda oponerse al futuro (o a la ausencia de él) previsto por el sionismo cristiano y la acumulación de riqueza tecnofeudal. No hay ninguna otra realidad que articule una emoción popular tan universal y transformadora, de ahí que los pronunciamientos de Mamdani sobre el tema sostuvieran moralmente su campaña electoral y amplificaran el programa audaz de sus políticas públicas.
Hasta hoy, ninguna de sus propuestas ha despertado tanto revuelo como el anuncio de un aumento de los impuestos a las empresas del 7.25% al 11.5 % —tasa similar a la de Nueva Jersey, el estado vecino— y del 2% a las personas a partir del millón de dólares de ganancias anuales. Esto significa que los ricos tendrían que pagar otros dos mil dólares de impuestos cada cien mil dólares de ingreso por encima de ese umbral. Lo que molestaría no es tanto la recaudación, ya que la cifra no dañaría seriamente el bolsillo de ningún millonario, como la naturaleza de la propuesta. Hablamos de un gobierno que configuraría su gestión a partir de las necesidades de la clase media y trabajadora, alejado del rol de guardaespaldas o, en caso necesario, salvavidas de la corporación financiera.
El magnate Bill Ackman, quien dijo estar de acuerdo con Mamdani en que la ciudad está quebrada, al tiempo que desaprueba sus políticas económicas, defiende una teoría del derrame y ha alentado a los multimillonarios a abandonar Nueva York en caso de que el candidato socialista obtenga finalmente la alcaldía. Ese es un calificativo suicida, que Mamdani ha decidido defender.
A partir de los años noventa, los socialistas, o cualquier anticapitalista en general, tuvieron que apoyarse en complementos que rebajaran o atenuaran la vergüenza de la derrota histórica y la carga nefasta de la experiencia y el crimen totalitario. Suelen utilizarse entonces las etiquetas de “socialismo democrático” o “socialismo realmente existente”. Las controversias sobre tales categorías en el terreno político acusan hoy de un carácter meramente especulativo. Los proyectos de emancipación quedaron subsumidos bajo la lógica segmentada del mercado de las identidades culturales, y además, como recoge Bifo Berardi en su Fenomenología del fin, “las mercancías que circulan en el espacio económico son signos, figuras, imágenes, proyecciones y expectativas”.
Sin hacerse mala sangre, Mamdani se ahorró en la entrevista con Burnett toda esta neurosis agotadora y citó a Martin Luther King Jr., que tiene estatus de santo nacional: “Llámalo democracia o socialismo democrático; debe haber una distribución de la riqueza para todos los hijos de Dios en este país”. La lógica neoliberal hace que su programa político cargue de entrada con el estigma de la demagogia, porque gran parte de su imposibilidad estriba en el boicot que podrían ejecutar los multimillonarios de la ciudad, y tal boicot se asume no ya como algo moralmente legítimo o políticamente justo, sino como el curso desideologizado de las cosas.
Esa percepción descansa en la racionalidad aparente y la comodidad efectiva de los poderes blandos liberales, y recurre, como límite del sentido, al fracaso de las utopías políticas modernas. En cualquer caso, Mamdani dijo que no tenía inconvenientes en sentarse a conversar con Ackamn y explicarle cuáles son sus intenciones, ya que en última instancia su proyecto también lo beneficiaría a él. Los datos del Instituto de Política Fiscal indican que los millonarios que se han largado de Nueva York lo hacen muchas veces a estados con impuestos más altos, lo que demuestra que sus decisiones obedecen primeramente a otros factores, como el deterioro de la calidad de vida que los rodea.
La cuestión política
A pesar de que sigue actuando como una categoría de poder abierta, donde los juegos de la política concreta todavía no alcanzan a sedimentarse, el joven Mamdani pertenece a un sistema de ideas históricamente legible, laico y, más significativo aún, vinculante entre sí. El afán monárquico de Donald Trump, por otra parte, nos recuerda a Ernst Kantorowicz y su hallazgo de los dos cuerpos del rey. Increíblemente, los dos cuerpos de Trump viven, por separados y hacia sí mismos, en una permanente tensión.
El primero —mortal y transitorio— es supremacista y nacionalista, pero también antibelicista. Cuando Trump dice que hará de Gaza una riviera turística, no plantea el exterminio poblacional como una guerra. Y ciertamente no lo es. A su vez, trata de contener a Israel y busca negociar con Putin. El segundo —inmortal e institucional— es igualmente supremacista y nacionalista, aunque belicista, y todo desde tendencias políticas aparentemente antagónicas. Lo que el primer cuerpo concilia a través del carisma y el despotismo, el segundo cuerpo busca todavía cómo articularlo, aunque quizá ya lo encontró. Las dos caras del segundo cuerpo de Trump son la corporación tecnológica oligárguica y el proteccionismo posimperial. Ese choque explica, al menos hasta hoy, las contradicciones intestinas de su mandato, las posiciones excluyentes de Elon Musk y Steve Bannon.
Lo que sucede es que la característica distintiva del nuevo fascismo, llamado a sustituir el fascismo clásico del proyecto colonial sionista, es la renuncia a la expansión. El supremacismo nacionalista desprecia el orden neoliberal porque desprecia el secularismo de la globalización. Si los nazis exterminaban a los judíos y sometían al resto de los pueblos para ocupar el espacio vital de toda la tierra, el nuevo fascismo expulsa al resto de los pueblos de la única tierra que no será destruida. Si el protestantismo es la religión del ascenso y el auge del capitalismo, entonces un protestantismo deformado hasta la histeria, la teología de la prosperidad, es la religión de su fin, o de la aceptación espiritual del fin. En cualquier otro momento, una idea así habría desesperado a la clase dominante, ya que ningún rico quiere morir, a menos que los ricos hayan colocado a la acumulación en el lugar de Dios y a la técnica en el lugar del tiempo.
Visto de ese modo, el asesinato del resto de las clases y el suicido de la clase propia es apenas muerte natural o inevitable. Alexander Svyatogor, el pionero soviético de la teoría biocósmica, creía que garantizar la inmortalidad de todos los hombres debía ser el principal objetivo de la futura sociedad comunista. La muerte individualizaba a la gente y la propiedad privada no podría eliminarse del todo mientras las personas contasen todavía con una porción privada de tiempo. Por el contrario, el sueño de la futura sociedad capitalista es sencillamente eliminar lo que no se puede privatizar, lo que atenta contra la privatización como absoluto, y si hay una porción de tiempo ajeno que se resiste siempre a ser privatizada, una porción de tiempo que niegue la privatización de todas las propiedades, entonces el tiempo entero debe ser suprimido, puesto que nunca se sabe qué fragmento de tiempo no se privatizó.
Los oligarcas financieros y tecnócratas que hoy construyen búnkeres para sobrevivir a la sobrepoblación mundial, a la escasez material y a la previsible destrucción de la especie, se topan de ese modo con la obsesión escatológica de los fundamentalismos pentecostales. Ambos conforman la comunidad sobreviviente y dan vida al reino sagrado y al cuerpo de la ley, al segundo cuerpo de Trump. Después de haber deportado a todo aquel que no consideren Blanco, la patria yanki ya puede convertirse en el búnker elegido por el Señor para los justos que merecen la parusía. Esa es la manera en que Sillicon Valley descubre la fe, una doctrina de las últimas fechas que abre el horizonte poshumano porque les permite evangelizar la máquina e inventar un mesías de unos y ceros.
Si esto resulta distante o incierto, si parece que ese modelo de hombre aún no existe, basta con reparar en que así como Chile fue el laboratorio del neoliberalismo, Argentina es hoy el laboratorio del capitalismo tecnocristiano, con un presidente muy seguido que para alimentarse preferiría tomar una pastilla sintética antes que comer y habitar el sabor; un muñeco espectral, atáxico, preverbal y chillón, todavía rústicamente ensamblado y producido por la empresa transhumana; alguien que lo mismo promociona en sus redes sociales una estafa con criptomonedas que inaugura en el Chaco un megatemplo evangélico llamado Portal del Cielo, con capacidad para 15 000 personas. Ambas acciones de Estado forman parte de la misma racionalidad fanática, un proyecto extremo de concentración tribal de la riqueza.
Lo anterior debería alcanzarnos para entender por qué, si Nueva York elige en noviembre a Zohran Mamdani como alcalde de la ciudad, haría algo incluso más necesario que apostar por un político con credenciales progresistas. Demostraría que aún queda para los demás la posibilidad de un tiempo mortal y público.
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