La mayor ofensa
La cereza en el pastel del olvido es la verdadera guinda que nos resucita ante la ofensa y diminuta perla roja que nos levanta de variados descalabros.


La conciencia me recuerda que la mayor ofensa es precisamente ofender por resentimiento, ese veneno. Descargo inútil de ira, la tinta con bilis suele parecer alivio y al día siguiente descubro un olvido nodal: no se gasta saliva con engreídos y soberbios, no se quema tinta con quienes equivocadamente ofenden desde la escalera alargada por su ego y no se le pega a los enanos.
La conciencia me revela que la cereza en el pastel del olvido es la verdadera guinda que nos resucita ante la ofensa y diminuta perla roja que nos levanta de variados descalabros. No se utiliza un inmenso cucharón para sacar del frasco a la cereza podrida y el minúsculo moco que ha despertado nuestro resentimiento profundo no merece embarrarse en la yema entre pulgar e índice, sino lanzarlo al vacío y punto.
La conciencia me aconseja ponderar al resentimiento como el nido de toda suerte de males espirituales y trastocamientos emocionales. Resentido, la prosa que podría ser incisiva se rebaja a la estatura ofensiva y necia con la que la pluma se sintió agraviada; en realidad, es más contundente el silencio e izar ante quienes creen siempre imponerse el espejo de su descontento. Que se vean a sí mismos en el ridículo instante en que nos ofendieron y que pasen los meses en la amnesia cómoda de no reconocer aún el nefando o ridículo daño que causaron, pues tarde o temprano caerán de su escalera y el estrépito de su caída será inversamente proporcional a la altura que ellos creyeron alcanzar… centímetros se vuelven kilómetros y el descalabro despeina.
La conciencia me advierte que peligra mi sobriedad agriando la tinta y los párpados con resentimientos al grano. Es precisamente el nódulo de resentimiento el que generó el marasmo letal de mi alcoholismo y para seguir el sendero diario de la sobriedad como gerundio es preciso reconocer no solamente que uno no ofende por muy ofendido que esté y mejor aún es reconocer con tacto que no todas las debacles o caídas se deben al empujón de una agresión ajena. La conciencia me sirve para digerir que habiendo intentado herir y ofender con tintas, la verdadera serenidad está lejos. Tan lejos que sobrevuela un océano y una década al vuelo.
Ha tiempo que la prosa se resignó a la inutilidad del resentimiento irascible contra todos los hombres del Presidente, sus hijos y ahijados, esposas y esposados, tanto como en el fondo no hay peine que alacie la demencia de un fascista argentino o párrafos que ponderen debidamente la geografía mundial de las masacres, la avalancha de interpretaciones, el mar de mentiras y la nebulosa de la desidia… y es la conciencia la que susurra que lo mismo debe bogarse en las trincheras más íntimas.
Nos queda la noche y los niños como nubes, todos los libros legibles y la delicada música entrañable. Nos queda la página en blanco, inmaculadamente alejada de lo amarillo y amarillento para volver a leer el paisaje del mundo y la topografía del alma… lejos de la engañosa mermelada del odio que contagian quienes habiendo herido y engañado no lograron más que alterar un rato la respiración del corazón; hay pequeños frutos que vuelan lejos y muy lejos del árbol que nos une: son quienes creen en el vértigo de su adrenalina, trepados peldaño a peldaño en sus propios pecados capitales –mareados o no- tan lejos de la rama e incluso del tronco y ante esas manchas en el huerto nada mejor que andar paso a paso como quien respira el sano latido de la serenidad.
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