Posibles prófugos
Todos aquellos desertores inexplicables que me encuentro son la confirmación de que Madrid es una literatura que se lee andando; un poema en una esquina imprevista y ese ensayo ameno a lo largo de los bulevares


Quizá se deba a la creciente aparición de misteriosos personajes con prisa y evidente poder económico o, bien, quizá se debe al inestable escepticismo que despiertan ciertas mujeres exageradamente maquilladas con cuatro o seis ostentosas bolsas de mercancía cara… El caso es que hay días en que Madrid parece pasarela de posibles prófugos. Ese sonriente moreno con alopecia y elegante camisa sin corbata, enfundado en un blazer impecable a la espera de su chófer, fue presidente de una república hispanoamericana y logró romper los barrotes de la cárcel que lo esperaba con las rejas abiertas para solazarse impunemente y en perfecto estado de ebriedad en restaurantes hispanos y esas chicas de siluetas espectaculares que se tambalean por las calles del barrio de Salamanca por la exagerada levitación de sus tacones son en realidad comadres entrelazadas de por vida con desconocidos narcotraficantes mexicanos o bolivianos o tailandeses que las envían periódicamente a darle vueltas a Madrid.
Ya puestos en el afán detective parece entonces que esos dos viejecillos inofensivos que miran pasar el atardecer velazqueño cerca del Templo de Debod son en realidad dos audaces escapados del frenopático de Toledo, sabiendo que quizá mañana por la mañana sean cazados con sus respectivas camisas de fuerza y obligados a volver a la dieta blanda en cubículos acolchonados. La dama que en primavera insiste en pasear la Gran Vía con una estola de lince sobre sus hombros, fumando con pitillera larguísima y una discretísima red sobre medio rostro se ha fugado de un película en blanco y negro que una feliz pareja gay proyectaba en su pantalla plana en el salón de un pisito entrañable donde acostumbran ver pelis de antaño.
Hay un grupo de niños y niñas (o bien enanos escaqueados de un circo) que hasta el día de ayer aparecían en las páginas 122 y 123 de un libro ilustrado de cuentos infantiles, con textos en rima e ilustraciones en acuarelas hipnóticas. Cerca de la Puerta de Alcalá he visto un corrillo de jóvenes que en algún ayer formaban el Ballet Nacional de Ucrania, refugiados en Madrid desde el inicio de la invasión rusa a su país y no hay quien niegue que el barman de un reconocido santuario de bebidas exóticas sea en realidad lo que queda de Elvis Presley.
A diario me encuentro codo con codo, ya en el autobús que vuela hacia Moncloa o en la línea marrón del Metro Madrid, a diversos prófugos inexplicables e indocumentados: la señora que salvó vidas en Dresden durante un bombardero de la Segunda Guerra Mundial y el alabardero de S. M. que custodiaba (hasta el jueves pasado) una guarnición en Filipinas; he viajado con un maraquero del Tropicana de La Habana que huyó de la Isla en el año 62 y vive desde entonces en Móstoles e incluso sostuve una conversación con Betty Page (famosa bailarina del Radio City Music Hall en Manhattan) que se ha fugado a Madrid luego de una insoportable temporada en Disneyland París disfrazada de Campanita.
A veces invierto seis o siete horas en cafetines con mesas de mármol que parecen lápidas sabiendo que los parroquianos a mi alrededor son posibles prófugos del tiempo y del espacio: el mongol que huela a sobaco y siempre deja medio café con leche al filo de su mesa y la joven finlandesa que fue princesa inexplicable en el siglo XIX, vivita y coleando en un café de Madrid. Hubo el lunes en que participé involuntariamente en una tertulia de poetas muertos y puedo jurar que el par de monjas que siempre llegan al filo de las seis de la tarde son de clausura (infructuosa) y habitan celdas en un convento ha tiempo derruido para prolongar la calle de Alcalá, pero los prófugos que me son más entrañables son las sombras de Lope, Miguel y Francisco —prófugos del papel y sus párrafos— con el salvoconducto de ocultar sus apellidos, confiados o resignados a que su deambular gratificante se debe nada más y nada menos a saberse leídos.
Son ellos y todos confirmación de que Madrid es una literatura que se lee andando; un poema en una esquina imprevista y ese ensayo ameno a lo largo de los bulevares. Madrid como novela para hilar un año entero, cada mes un capítulo inédito que se va escribiendo con el encanto de los gerundios que dan vida como antídoto no sólo a la muerte, sino al olvido para que Madrid se vaya tatuando en el ánima y ánimo de quien la camine… o la tenga que soñar de lejos.
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