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De policía judicial a secuestrador sanguinario en los noventa, los años de terror en México de El Mochaorejas

La firma de Daniel Arizmendi, a quien se le atribuye el rapto de 200 personas, era cercenar un pedazo de oreja de sus víctimas para pedir un rescate a su familia. Una jueza lo ha absuelto esta semana de uno de los casos en su contra

“Oiga, ¿Puedo ver sus orejas?”, preguntaba el periodista Javier Alatorre a Daniel Arizmendi en una entrevista televisiva en 1998. Este, con ayuda de sus manos, levantó su melena despeinada y dispareja, para descubrirlas y mostrárselas a la cámara. Giró primero a la derecha y después a la izquierda.

— ¿No le daría miedo que le cortaran las orejas con una tijera para despiezar pollos?, continuó Alatorre con su cuestionamiento.

— Mmm... —Arizmendi lo pensó por unos segundos, con un temple frío en su rostro—. De saber lo que he hecho, si fuera por venganza, no, señor—, respondió sin inmutarse.

La detención la madrugada del 17 de agosto de 1998 de Daniel Arizmendi, alias El Mochaorejas, y de algunos integrantes de su banda, cerraba una de las páginas más macabras de la historia del crimen en México durante la década de los noventa. El sanguinario y despiadado secuestrador, a quien se le atribuían al menos 200 raptos y cuyo modus operandi era cercenar orejas y dedos de sus víctimas, no mostró ningún tipo de remordimiento durante su aprehensión al ser cuestionado por la prensa en ese entonces. “El día de ayer fue de mala suerte para mí. Me detuvieron. Eso es todo”, se limitó a afirmar indiferente.

Ahora, 27 años después, Arizmendi, que tiene 67 años, ha vuelto a los titulares por la decisión de una jueza de absolverle este miércoles en uno de sus procesos por el delito de privación ilegal de la libertad. La magistrada mexiquense, Raquel Ivette Duarte Cedillo, dictó sentencia absolutoria contra El Mochaorejas en un delito de privación ilegal de la libertad en modalidad de secuestro, ya que, a su criterio, las pruebas presentadas entonces por la Procuraduría Federal de la República no eran suficientes. Pese a la decisión, el sentenciado no saldrá de prisión, porque cumple condena por otros delitos por delincuencia organizada, con una pena de ocho años.

Arizmendi, oriundo de Miacatlán (Morelos) y que en 1998 tenía 40 años, concedió sus dos primeras entrevistas la noche de aquel 18 de agosto. En estos segmentos grabados dijo que, aunque le atribuían cientos de secuestros, solo perpetró 21. También confesó seis asesinatos y aseveró no sentir compasión por las personas que torturó ni sentirse culpable por sus crímenes. “Mucha gente piensa que es por dinero, pero era solo por saber si podía hacerlo [los secuestros]. Era un reto, a los policías, para mí, para saber si iba a salir el negocio, si me iban a dar dinero. Nunca me causó placer tener cierta cantidad grande de dinero. Nunca me dio ni pena, ni placer, ni horror mutilar a las personas”, le confesó a Alatorre.

Ascenso en el mundo del crimen

En su adolescencia, su familia se mudó de Morelos al Estado de México. Ahí comenzó a trabajar muy joven en el taller de su familia en Ciudad Nezahualcóyotl, donde fabricaban gorras, abrigos para bebé y bufandas. Hasta sus 20 años estuvo saltando de fábrica en fábrica. Consiguió un puesto en la Secretaría de la Marina, como chofer privado y de transporte público, pero en ninguno permaneció por mucho tiempo. A sus 26, por recomendación de Aurelio Arizmendi, su hermano y quien después se convertiría en uno de sus cómplices, logró ingresar a la Policía Judicial, en Morelos. Estuvo solo dos meses y fue en ese espacio donde conoció a El Móvil, quien le enseñó a robar vehículos. Fue así como dio sus primeros pasos en el mundo del crimen.

Jesús Luna Cesma, quien fuera su mano derecha —primero en el negocio del robo de coches y después con los secuestros—, contó en el podcast Penitencia que Arizmendi “cambió de rubro” debido a que se hizo muy famoso con la venta de automóviles robados. Explica que la policía ya sabía que era un reincidente, pero no lo detenían porque siempre “recibían su lana”.

Según Luna, fue a debido a ese detalle anterior que Arizmendi se introdujo en el mundo de los secuestros. Su firma, por la que se ganó el mote de El Mochaorejas, era cercernar la oreja de sus víctimas con “tijeras de pollero” o “chorlas de zapatero” (otro tipo de herramienta de corte), sin cuidados médicos; cauterizando las heridas con betún caliente y unturas de aguacate. “Se decía que era la oreja, pero en realidad lo que mandábamos eran tres o cuatro centímetros de pedazo del cartílago”, relata Luna.

El secuestro del empresario mexiquense Leonardo Pineda fue uno de sus primeros trabajos. Sin embargo, según recuerda su antiguo colaborador, su realización no salió bien: “Fue un fracaso. Cuando se enojaba, perdía los estribos”. En su declaración, otro de sus colaboradores recuerda que pidieron cinco millones de pesos por Pineda, pero se negoció el pago de 1,2 millones. Tras dos meses, su familia no pagaba el rescate. Arizmendi envió a su esposa un pedazo de la oreja del hombre y, según recuerda el mismo socio, le dijo: “Cerca de su casa, en la gasolinera, busque en el jardín una bolsa de plástico con un recado de su esposo”. La mujer pagó el rescate, pero Arizmendi no pudo obtener el dinero debido a que la persona que mandó a cobrarlo fue detenida.

“Daniel le dio a uno de sus colaboradores una pistola Browning 9 milímetros. Este le disparó en la cabeza a Leonardo Pineda. Lo dejó a que se desangrara en el baño, después lo amarramos de pies, manos y ojos. Lo encobijamos, y lo subimos a una camioneta pick up, y lo tiraron en un camino de Chalco. Daniel le marcó a la esposa de Pineda y le dijo dónde buscar a su esposo”, detalla el testimonio.

En una entrevista que El Mochaorejas concedió al diario Reforma en 1996, dos años antes de su detención, le preguntaron por qué había cortado pedazos de sus orejas a sus víctimas. Este respondió: “Porque sus familiares, a pesar de tener tanto dinero, no me lo querían dar. Fue como les dije: ‘Dios los va a castigar a ustedes por ávaros [...] Por cuidar su dinero, por no quererlo dar por un familiar y a mí por ambicioso’. [...] Les dije: ‘A los dos nos va a castigar Dios. Es más, al último, quién sabe Dios a quién juzgue”.

De acuerdo con Luna, este calcula que entre los dos a tres años en los que Arizmendi se dedicó al secuestro, extorsión y a asesinar a las víctimas por las que no pagaban su rescate, este generó entre 100 y 150 millones de pesos, aproximadamente unos 20 millones de dólares. Aunque especialistas y medios de la época especularon que la fortuna por sus crímenes alcanzó niveles más altos.

Extrema crueldad hacia sus víctimas

La impunidad de la que gozaba, gracias a la protección policial, y la extrema crueldad mostrada hacia sus víctimas convirtieron a Arizmendi en el emblema de la corrupción del sistema y de la indefensión de la ciudadanía. Dos semanas antes de su captura, el 5 de agosto, el Mochaorejas secuestró en Querétaro al empresario Raúl Nieto Del Río. De acuerdo con el expediente, una furgoneta cerró el paso del coche deportivo y Arizmendi lo embistió por detrás con un utilitario. Durante el forcejeo, uno de sus cómplices soltó un tiro al hombre de negocios y lo mató.

Trasladaron el cuerpo hasta una guarida donde fue sepultado en un agujero abierto en una de las habitaciones para esconder anteriores botines, bajo la cama de quien fue considerado el rey mexicano del secuestro. Antes de enterrar a Nieto, le cortó las orejas, que envió a su acaudalada familia, propietaria de una compañía de gas. Los padres pidieron pruebas de que su hijo se encontraba con vida. Arizmendi desenterró, lavó y maquilló el cadáver, vendó sus ojos y lo fotografió con una Polaroid. Según fuentes policiales, llegó a inyectarle suero con un catéter para darle la apariencia de vida.

El periodista y escritor mexicano Humberto Padgett llegó, incluso, a afirmar que Arizmendi lideraba una banda en la que contaba con una red de protección en la que se involucró a un fiscal estatal, un comandante de la Policía Judicial y otro de un grupo antisecuestros. Su historia sirvió al director estadounidense Tony Scott para el filme Man on fire (Hombre en llamas), protagonizado por Denzel Washington y ambientado en Ciudad de México. “Los secuestradores se llamaron Daniel, como El Mochaorejas, y Aurelio, como su compinche”.

“Yo creo que sí volvería a empezar, aunque tuviera 100 millones de dólares, lo volvería a hacer. Secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estabas jugando, que te podrían matar. Era como adivinar: ‘Ahora le corto una oreja a este cuate y va a pagar’. ¡Y pagaban! No sentí nada ni bueno ni malo, al mutilar a una víctima; era como cortar pan, como cortar pantalones”, dijo El Mochaorejas en una entrevista, según recopilaba el escritor Carlos Monsiváis en su artículo titulado Un mal día en la vida de Daniel Arizmendi, publicado en Proceso, en 1998.

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Sobre la firma

Andrés Rodríguez
Es periodista en la edición de EL PAÍS América. Su trabajo está especializado en cine. Trabaja en Ciudad de México
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