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Muerte, amenazas y terror para los agricultores de Michoacán: el precio de denunciar la extorsión del campo

La guerra por el territorio entre facciones del crimen organizado mantiene a los productores de Tierra Caliente secuestrados con cuotas. El asesinato de Bernardo Bravo es un mensaje sobre lo que cuesta pedir justicia

Micaela Varela

El miedo se ha quedado a vivir a la sombra de los árboles de limón de Michoacán. Este fruto —indispensable en la comida que se sirve en cada calle del país— es un botín secuestrado por el crimen organizado, que exige cuotas cada vez más altas a sus productores para poder cultivarlo. Con la entrada de nuevos grupos al territorio, como el Cartel Jalisco Nueva Generación, los pagos suben y asfixian al campo, ya golpeado por los precios del mercado nacional. El último agricultor que se atrevió a desafiar al régimen del terror al denunciar el negocio de extorsión, Bernardo Bravo, fue hallado asesinado con un disparo en la cabeza, a pocos kilómetros de Apatzingán. Su muerte es una orden de plomo para guardar silencio y sembrar miedo en la tierra que cultivan los limoneros, tantas veces salpicada de sangre de activistas y campesinos.

En Apatzingán todos callan. Nadie se atreve a hablar de los cobros de cuatro pesos por cada kilo de limón que cosechan, una cuota que se ha doblado en poco tiempo. Tampoco de las amenazas de muerte, de los asesinatos que han sufrido las familias de productores, ni del abandono de las autoridades que les han dejado a su suerte ante la violencia y la inseguridad. Solo bajo un nombre inventado, el agricultor Antonio Mendoza cuenta, pese a las súplicas de su esposa para que no hable, que todos sus compañeros han hecho un pacto de silencio que durará hasta que amaine la tensión que reina en los municipios limoneros. “Todos tenemos miedo y no queremos hablar ahorita. Tenemos que pensar con la cabeza fría y ver qué vamos a hacer”, deja escapar, preocupado por el futuro de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán, que presidía Bravo y que había conseguido organizar a los agricultores amenazados para darles valor para enfrentarse al crimen organizado.

Cuando Bravo recibió el disparo que acabó con su vida, estaba en el momento más álgido de su rol como activista. Solo unos días antes de morir, había convocado una manifestación masiva de agricultores en las que tiraron cajas de limón en las calles para protestar por los bajos precios. Había conseguido organizar a los jornaleros para solo cortar limón tres días a la semana en un intento de controlar la oferta. También había demandado a las autoridades acuerdos con proveedores de agua y electricidad para aliviar las deudas de los dueños de los campos. Su voz, cada vez más envalentonada y segura, le llevo a señalar también las amenazas constantes de los carteles de Tierra Caliente.

Mendoza reconoce que la práctica de pagar un impuesto a las pequeñas mafias locales impusieron a su gobierno en la región es habitual, casi una costumbre incómoda a la que se han ido habituando desde el sexenio de Felipe Calderón. Pero las cosas empeoraron cuando irrumpió un pez gordo de la guerra del narcotráfico, el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). “Antes nos quitaban diez centavos, o cincuenta centavos en el peor caso, una cuota ligera. Ahora que se hicieron muchos carteles estamos mucho peor”, explica el agricultor.

Como siempre que llegan a un nuevo territorio, los grupos armados buscan alianzas con la población civil, les prometen poner fin a la extorsión y a la violencia a cambio de que les apoyen en la guerra por el territorio, de la que saldrán beneficiados todos cuando ellos ganen, según auguraron. “Dicen que van a ayudar, pero entonces pelean”, relata Mendoza, quien lejos de dejar de pagar cuota como esperaba, tuvo que empezar a abonar un tarifa a dos grupos diferentes. “Saben que se ganan el dinero más fácil así”, lamenta.

Desde el Observatorio de Seguridad Humana de la Región de Apatzingán, Julio Franco explica que los agricultores están sufriendo una mutación de las violencias. “Es más sencillo extorsionar que el negocio de la droga. No necesitas precursores, ni laboratorios, ni cruzarlo por la frontera. Impones el miedo y es productivo”, señala. El rendimiento de este próspero negocio ha llevado a los criminales a expandirlo a todo el mercado de necesidades básicas. Ya no es solo el limón, si vendes tortillas, huevo, leche o también alcohol o las frituras también tienes que pagar. A cambio, prometen rellenar el hueco que ha dejado el Estado e impartir justicia. “En tierra caliente el orden es un orden criminal. Aquí es frecuente oír decir: si no te soluciona la autoridad, busca solución en el cerro”, apunta Franco sobre las montañas en las que se esconden los grupos armados.

Un negocio de 4.000 millones de pesos

Las cuotas repercutían en el volátil precio del fruto en los supermercados. El coste del limón puede subir hasta un 153% en los momentos de mayor escasez, ya sea por malas cosechas, sequías o por el asedio de la violencia. Pero como sube, también puede desplomarse y pasar de 65 pesos el kilo a 20, pero los productores apenas reciben cinco o seis pesos en el mercado de mayoreo. Las cuotas de extorsión del crimen organizado, que se han ido multiplicando desde 2023, hacían imposible la ganancia. Solo el año pasado, Michoacán llegó a producir 1.000 millones de toneladas de limón. A cuatro pesos de cuota por kilo de limón producido, el crimen organizado puede llegar a embolsarse hasta 4.000 millones de pesos solo por el impuesto del terror a este producto.

En esta zona de Apatzingán los que mandan son los Blancos de Troya, la banda operativa de sicarios del grupo criminal Los Viagras liderado por los hermanos Sierra Santana. Esta célula, heredera de Los Caballeros Templarios, eran parte de la agrupación de mafias local que se reorganizó en Cárteles Unidos, pero con la llegada del CJNG decidieron convertirse en aliados de los criminales más fuertes. Ahora se hacen llamar Cartel Michoacán Nueva Generación. Su líder, Nicolás Sierra Santana, alias El Gordo o El Curoco (por la tradición de criar gallos de pelea de su familia), está en la mira Estados Unidos por traficar fentanilo y cocaína. Ofrecen hasta 5 millones de dólares por información para capturarle. En el último año, su grupo criminal ha sufrido varios golpes, como la detención de uno de sus operadores principales, Gerardo Valencia Barajas, alias La Silla, en Cenobio Moreno el pasado febrero o la captura en julio de Cirilo Sepúlveda Arellano, conocido como El Capi. Ambos están siendo procesados por extorsión a los agricultores, entre otros delitos como secuestro y asesinato.

Los únicos detenidos por el asesinato de Bravo están vinculados al grupo de Los Viagras, que lograron infiltrarse en las asociaciones campesinas y vigilaban los movimientos del líder agricultor. Uno de ellos, Rigoberto López Mendoza tenía en su posesión cuando fue arrestado marihuana, 25.000 pesos en efectivo y una credencial que lo acreditaba como productor de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán. El agricultor Mendoza, también miembro de la asociación, explica que López se pudo hacer pasar por fletero para obtener esa credencial de forma más rápida, ya que los productores tienen acreditar con documentos la propiedad de una parcela.

“Las cuotas seguirán y los únicos que resentirán la muerte de Bernardo será su familia, su mujer y su hijo”

Las investigaciones abordan por qué el domingo 19 de octubre por la tarde Bravo decidió ir a una supuesta reunión con agricultores sin la camioneta blindada de la que disponía y sin los tres escoltas que tenía asignados. Tanto Franco como Guillermo Valencia, diputado local del PRI que secundaba las propuestas de seguridad de Bravo, lo describen como un hombre con sobrada confianza y valiente, quizás demasiado, hasta el punto de pecar de soberbia. “Era un joven muy chambeador, con mucho ánimo, muy echado para delante. Tenía respaldo social y eso lo hacía sentir seguro”, destaca Valencia.

Parte de ese cariño que le profesaba la comunidad partía del papel de su padre en el campo, también llamado Bernardo Bravo, quien fue uno de los fundadores de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán. El pueblo le conocía como don Berna, quien fue asesinado en 2013 en circunstancias similares a su hijo doce años después. La suerte de los Bravo fue la misma que corrió el empresario limonero José Luis Aguiñaga hace un año, cuando fue asesinado a tiros dentro de su rancho en Buenavista. En ese mismo lugar tirotearon en 2023 al agricultor de limones y fundador de las autodefensas, Hipólito Mora, quien murió junto a sus dos escoltas en un coche blindado. Todos los que se atrevieron a señalar las extorsiones del crimen han tenido el mismo final.

Mendoza está a la espera de lo que pasará con la asociación de citricultores cuando vuelva a reinar la calma. “Es tiempo de alzar la voz. Bernardo, compañero de nosotros, murió por algo y no debe quedar impune. Se ve que lo dejamos solo, pero estamos entendiendo que no podemos dejar solo a nadie”, expresa. Por su lado, Valencia teme que el asesinato sea la despedida del último intento de frenar al crimen organizado y consiga callar nuevamente a los productores. “Las cuotas seguirán y los únicos que resentirán la muerte de Bernardo será su familia, su mujer y su hijo”, lamenta Valencia, quien recuerda que una de las últimas veces que vio al líder agricultor le celebró su valor. “Le felicité porque para manifestarse tuvieron que vencer al miedo porque se están enfrentando al crimen, pero pagaron un precio muy alto por alzar la voz”, recuerda.

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Sobre la firma

Micaela Varela
Es periodista de EL PAÍS en Ciudad de México. Nacida en Argentina y criada en Valencia, España. Graduada en la carrera de Periodismo en la Universitat Jaume I y máster de Periodismo en EL PAÍS. Escribe sobre derechos humanos, sociedad y cultura.
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