Las ventajas de ser una ministra de Morena
Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz aseguran su permanencia en la nueva Suprema Corte, que las tres presidirán de manera alternada


Todo para todas. Las tres togadas identificadas claramente con Morena, el partido en el gobierno, han asegurado en definitiva su permanencia en la nueva era de la Suprema Corte de Justicia de México, la que surgió de la elección de todos los cargos judiciales por voto popular. Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz estarán en el alto tribunal más allá de 2030. Y no solo conservan su lugar. El expresidente Andrés Manuel López Obrador, quien les dio el impulso inicial al cargo de ministras durante su sexenio, les dejó un último obsequio: la oportunidad de encabezar el Supremo de manera alternada, por un periodo de dos años cada una, con lo que las tres alcanzarán la mayor distinción en la carrera de un jurista. Solo necesitan un poco de paciencia.
La reforma judicial pergeñada por López Obrador estableció que la presidencia de la Corte sería rotativa y tendría una duración de dos años. El orden para dirigir el alto tribunal se dará en virtud de la votación obtenida por cada candidato en los comicios del pasado domingo. Aunque las tres ministras de López Obrador contaron con la maquinaria de la movilización del voto de Morena, a ninguna le alcanzó para ser la primera en presidir el Supremo. La primicia quedó reservada para el abogado indígena Hugo Aguilar, cuyo ascenso de cero a cien ha sorprendido dentro y fuera de Morena. Pero, después de él, vendrá el turno de las tres juristas del obradorismo. En función de su lugar en las votaciones, Batres será presidenta de la Corte en 2027, Esquivel en 2029 y Ortiz en 2031.
Quizá de otra manera no habrían logrado ese sitio en su carrera. Antes de la reforma judicial de López Obrador, la ministra Esquivel quiso encabezar el alto tribunal, pero perdió en el intento. Suena a prehistoria, pero sucedió hace apenas dos años y medio. El pleno de 11 ministros solía votar a su presidente y Esquivel puso su candidatura sobre la mesa. Sus aspiraciones quedaron truncas porque, días antes de esa elección, estalló el escándalo de que la togada había plagiado su tesis de licenciatura, lo que, en teoría, invalidaba su título de jurista, el requisito indispensable para ser ministra de la Corte. Esquivel nunca aceptó haber plagiado. López Obrador, desde su conferencia Mañanera, le hizo segunda y dijo que era víctima de una campaña de desprestigio de la derecha, armada para evitar su ascenso a la presidencia del Supremo. Los togados finalmente optaron por la ministra Norma Piña para dirigir el órgano jurisdiccional. Ella será la última presidenta de una era de colegialidad en el máximo tribunal.
Llamarle “nueva” a la Suprema Corte surgida de la elección es relativo. El oficialismo diseñó la reforma judicial de tal manera que sus tres ministras pudieran retener la toga. Ya habían dado claras muestras de su adhesión a Morena como para poner en riesgo esos votos, empeñándolos en nuevos perfiles sin una lealtad probada. A López Obrador siempre le dolió en el alma la desviación de otros dos togados impulsados por él: Margarita Ríos Farjat y Juan Luis González Alcántara (antes de la reforma morenista, el Ejecutivo y el Senado participaban en la designación de los ministros de la Corte). Al paso del tiempo, se fue conformando un bloque mayoritario de ocho togados contra Esquivel, Ortiz y un aliado inesperado: Arturo Zaldívar, que a la postre renunciaría a su toga para convertirse en asesor de Claudia Sheinbaum, y a cuya salida de la Corte López Obrador designó a la ministra Batres, en diciembre de 2023.
Avasallados por la mayoría “conservadora”, los ministros en el grupo oficialista dieron las más grandes batallas por los proyectos prioritarios y las causas perdidas de López Obrador. Defendieron el traspaso del control de la Guardia Nacional al Ejército (decretado por el Congreso mediante una reforma irregular); defendieron la reforma electoral —el Plan B— con la que el Gobierno buscaba quitar atribuciones al INE; defendieron el decreto de López Obrador para blindar las megaobras de infraestructura del escrutinio público; defendieron que se mantenga la prisión preventiva automática (una figura muy criticada por los organismos de derechos humanos); defendieron la ley en materia eléctrica, con la que el Estado recuperaba privilegios respecto de los competidores privados.
Fueron tantas las trabas con las que tropezó López Obrador, no solo en la Corte sino en muchos tribunales federales, que el exmandatario llegó a la conclusión de que todo el Poder Judicial representaba un obstáculo mayúsculo para su proyecto político. Era cierto que el oficialismo tenía todo para controlar el Supremo en cuestión de años, con la salida natural de los togados que concluyeran su ciclo y la designación de juristas afines a Morena. Con la jubilación de Luis María Aguilar, Morena podía haber colocado a uno de sus alfiles. No fue así. El lugar de Aguilar quedó vacante, como uno de esos mensajes cuyo sentido es el silencio o la ausencia. El escenario de capturar el alto tribunal se había desdibujado por completo del boceto que tenía López Obrador para reformar el sistema judicial.
En ese proyecto de reforma siempre tuvieron un lugar reservado Batres, Esquivel y Ortiz, tres figuras de todas las confianzas del expresidente. Batres pertenece a un prestigiado clan de políticos de izquierda que durante años acompañaron la militancia de López Obrador. Esquivel, formada en el grupo de Manuel Camacho y Marcelo Ebrard, está casada con José María Rioboó, un ingeniero que ayudó al fundador de Morena en el diseño de obras cruciales, como el Aeropuerto Felipe Ángeles. Ortiz llegó a la órbita del exmandatario de la mano de su esposo, José Agustín Ortiz Pinchetti, que fue secretario de Gobierno de López Obrador en su periodo como jefe de Gobierno de Ciudad de México.
Con el visto bueno de López Obrador, las supremas candidatas jugaron un papel clave en dinamitar desde dentro la Corte. Han acaparado la atención de las redes sociales los frecuentes desafíos de Batres a Piña, que continúa siendo la presidenta del Supremo. Al mismo tiempo, el oficialismo les sirvió a sus ministras todo en charola de plata para que pudieran lanzarse a la pesca de votos. Algunos días despachaban con la toga y el mallete los asuntos más relevantes del país, y otros se calzaban el chaleco y la matraca para hacer campaña en las calles y en los medios, muchas veces utilizando los recursos de la propia Corte, siempre a ojos vistas de la autoridad electoral, el INE. El último impulso se los dio Morena, al incluirlas en el acordeón —la guía de votación— que se repartió masivamente antes y durante la jornada electoral. Amor con amor se paga, solía decir López Obrador.
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