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Abierto por vacaciones
Tribuna
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Contra el beis, el color del alma conservadora

No es un capricho estético, esa miseria cromática es un indicador del inmovilismo y del repliegue de derechos

Beis color
Noelia Ramírez

Me inquieta la invasión de la vida beis. Es lo que más grima me da en la era del aplanamiento estético. Como vecina resistiendo en el epicentro de la gentrificación barcelonesa pegada al móvil de por vida, he normalizado que todas las avenidas alojen las mismas tiendas y las influencers tengan la misma cara; pero en el mundo en el que todo nos parece lo mismo en todas partes, me tensa la ubicuidad de ese color como indicador de buen gusto. ¿De verdad esto es lo máximo a lo que podíamos aspirar como sociedad? Porque el reinado del beis no es un simple capricho estético. Detrás de esta recesión de color —y de alegría simbólica— hay mucha intención política. Su omnipresencia confirma que hemos tirado la toalla en nuestra capacidad colectiva de transformación. El beis es el símbolo de la negación del progreso. El color del alma neoconservadora. La semántica visual del inmovilismo y el repliegue de derechos. ¿Lo más perverso? El sistema nos ha hecho creer que la vida beis es símbolo de éxito.

Son beis las casas vacacionales más caras de Airbnb, los locales de pilates inflados de precio, las cafeterías en las que no te dejan sentarte pero cobran el iced latte a cuatro euros y hasta son beis las esposas tradicionales de las redes, esas contrarias a las vacunas mientras cocinan en hornos de más de 30.000 euros. El timo es evidente, pero no falla: todo lo que está sobrevalorado llega envuelto del color de la leche cortada. The New York Times dice que el beis es “el color del dinero”. A vestirse como una persona tan aburrida como su ropa lo llaman “lujo silencioso” y el algoritmo nos machaca con la idea de que el clean look es de guapas. Esas son las de manicura cuidada. Siempre eficientes, ordenadas y pulcras, las mujeres de la vida beis aspiran a ser tan dignas como minúsculas. Busquen en TikTok y lo entenderán: el clean look no entiende de gordas. Así que lo que esconde esta miseria cromática no son estridencias, sino asimilación reaccionaria.

La vida beis nos viene a decir que hace falta mucho dinero para parecer así de simple. Su supuesta neutralidad denota desapego de lo mundano, una moralidad pura, pero de falso ascetismo: menos color es mejor. Muy elevado, sí, pero es tan impostado como carente de personalidad. Lo pienso cada vez que paso por otro local del centro a punto de abrir y que asoma en tonos maquillaje y con muebles geométricos. Ahí lanzo mentalmente la misma quiniela: ¿estudio de barre, taller de cerámica o restaurante de brunch? Todas las respuestas suelen ser correctas.

Si me irrita el imperialismo beis es porque, además de triste, es tramposo. Porque disfraza su déficit de audacia con charlatanería aristocrática. Sillas en tonos tórtola. Suelos de microcemento arenoso. Pintalabios nude. Sofá champán. Como dice la escritora Sheena Patel, “en los dominios del buen gusto, el beis no es beis, se nombra en términos rústicos para que te creas más lista de lo que eres y te consideres digna de un trato exquisito”. No solo nos engañan con jerséis en tonos marfil a 600 euros, encima nos toman por idiotas.

Cada vez que envidio a una chica diminuta vistiendo un conjunto en color vómito lechoso; cada vez que me hago un moño pulido y caigo en la trampa beis pidiendo un color hueso “limpito” para pintarme las uñas, recuerdo lo que apuntó David Batchelor en Cromofobia. Allí defendió que “el color ha sido objeto del prejuicio más grave en el seno de la cultura occidental” y detectó que la raíz de la aversión a la riqueza cromática está en el racismo colonialista. Dice Batchelor que los intentos de depuración del color en el arte, la literatura o la arquitectura han tenido como objetivo o convertirlo “en la propiedad de algún ente extraño —lo oriental, lo femenino, lo infantil, lo vulgar o lo patológico—” o relegarlo a la esfera de lo superficial, lo no esencial o lo cosmético, que en muchos casos viene a ser lo mismo. En esa escala supremacista, el color es para las personas raras, las locas, las que son demasiado. Esa sí es la invasión que nos merecemos.

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Sobre la firma

Noelia Ramírez
Periodista cultural. Redactora de S Moda desde 2012 y forma parte del equipo de Cultura desde 2022.
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