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abierto por vacaciones
Columna
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Tres meses sin librar

Los primeros días de calor se cogen con tantas ganas que se olvida tener paciencia con quienes están trabajando y, a menudo, aprendiendo un nuevo oficio

Trabajo en verano

Los veranos gozan de buena fama como el escenario ideal para las primeras veces. De tanto romantizar la llegada de las vacaciones escolares, se ha olvidado que no solo del primer amor adolescente vive uno entre junio y septiembre.

Bien entrado el siglo XXI, hay hijas de la clase trabajadora que se estrenan en el mercado laboral antes incluso de haber dado su primer beso. Los primeros días de calor se reciben con tantas ganas que a menudo olvidamos tener paciencia con quienes están aprendiendo a desenvolverse en un oficio nuevo. El primer día de playa para algunas es, en realidad, su primer día tras la barra.

Algunos empiezan vendiendo entradas en salas de multicines; muchas otras —y otros— ofrecen bolsas al salir del supermercado, preparan hamacas en la playa o encadenan covers en la piscina de un hotel con todo incluido. Para quienes prefieren la montaña, también hay primeros días en trabajos de temporada cubiertos por estudiantes: dependientas de tiendas de deportes, monitores de multiaventura, incluso técnicos de emergencia o administrativas detrás de la póliza obligatoria para subirse a una tirolina.

De un sector a otro, del pueblo del instituto a la ciudad universitaria, o incluso a esa capital europea donde el Erasmus se alarga indefinidamente, al final de la juventud serán tantos los “primeros días de curro” que costará recordar cuál fue el último verano que se pasó sin trabajar. Lo difícil no será rememorar la primera vez que se perdieron tres meses de vacaciones para que otros tuvieran una semana de descanso, sino cuándo fue la última vez que el aburrimiento se adueñó del verano. La última vez que no hubo otra cosa que hacer salvo esperar a que bajase el calor para poder salir en bicicleta.

Idealizamos para olvidar cómo escocía el agua oxigenada al limpiar las heridas de las caídas por caminos sin asfaltar. En los pueblos, la abuela da la señal de salida cuando termina la novela; en la ciudad, no se puede salir hasta que quien duerme la siesta tras la jornada intensiva vuelve a la vida.

Cada vez son menos las familias que se permiten pasar un par de meses en la playa y se ha universalizado al mismo tiempo que en verano se trabaja tres meses una media jornada de 12 horas sin librar. Los colegios cierran por vacaciones mientras las ciudades, con o sin costa, se abren al turismo, al comercio internacional y a la obligación de estar disponibles “por si acaso”, no vaya a ser que lo venda o arregle otro al que no le dio ningún duelo no pagar horas extra.

La conciliación de las madres y padres trabajadores se convierte en un escape room del que solo se sale con el comodín de la inversión pública: enviar a las criaturas al pueblo, en el mejor de los casos; encadenar campamentos si hay ahorros; rotar los turnos sacrificando el tiempo de la pareja que un día creyó estar viviendo un amor de verano.

Las vacaciones no dan tregua a las dificultades cotidianas de la clase trabajadora en general, y es especialmente hostil con quienes habitan los márgenes. Esas familias que hicieron un esfuerzo tras otro para que por fin hubiese una universitaria en casa, descubren que los trabajos estivales para estudiantes ya no bastan para costear estudios a tiempo completo cuando llega el invierno. Las altas tasas universitarias y el precio desbocado de la vivienda conviven con la precariedad del empleo de temporada.

Los hoteles están llenos, los barrios saturados por alojamientos turísticos, no quedan entradas para conciertos ni festivales, hay que reservar hasta en los fast food, los billetes de tren se agotan y cualquier maleta que pese más que un pollo hay que facturarla. Aun así, esa riqueza que supone más del 12% del PIB no llega a quienes engrasan con el sudor de su frente ese gran invento llamado turismo. Se queda en los bolsillos de quienes se permiten un trimestre de vacaciones al año, los que viven en un aburrimiento permanente sin saber en qué gastar el dinero: la clase ociosa compuesta por rentistas. Tampoco saben qué hacer los herederos que han aprendido a no dilapidar la fortuna del abuelo gracias a los parkings o apostando fuerte por la meritocracia montando locales exclusivos de lo que sea que se lleve este verano. Ojalá que este año ya no quieran emprender ni hacerse a sí mismos a golpe de pequeñas ayuditas familiares con smash burgers ni tequeños, sobre todo porque no hay quien quite ese olor a frito del mandil de peón de cocina.

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