De cuando Adolf Hitler supo que sus dibujos no tenían ningún valor artístico
La primera parte de ‘Mein Kampf’, donde el líder nazi hace un recorrido autobiográfico, cumple un siglo. El ensayista José Lázaro analiza en un libro cómo el político totalitarista logró meterse a los alemanes en el bolsillo

Hitler inicia su libro [Mein Kampf] celebrando su nacimiento en Braunau, pequeña localidad situada junto a la frontera entre Alemania y Austria, para él (en 1924) dos Estados alemanes que era imperativo unificar. Y la justificación que da no es económica, la fusión debería hacerse aunque fuese dañina desde el punto de vista económico, pues hay para ello razones de orden superior: “La comunidad de sangre exige la nacionalidad común. Mientras el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de todo derecho, moralmente justificado, para aspirar a acciones de política colonial. Mientras no habite dentro de los confines de la nación hasta el último alemán, mientras aquella no posea la certeza de que puede alimentar a todos sus ciudadanos, mientras su propio pueblo padezca necesidades, Alemania carecerá de derechos morales para adquirir la posesión de tierras en el extranjero. Entonces el arado se convertirá en espada y de las lágrimas de la guerra brotará para la posteridad el pan cotidiano”.
De esta forma, desde la primera página de su larguísimo y tedioso panfleto, el futuro dictador deja claras sus intenciones y el concepto fundamental en que las apoya: la sangre alemana, que enseguida identificará con la raza aria. Y es la sangre la que exige unir a todos los alemanes en una patria común, la que les da derecho a luchar por el pan cotidiano y a cubrir todas sus necesidades. Ese derecho moral a conquistar tierras extranjeras exigirá que el arado se cambie por la espada y que el pueblo alemán se lance a la conquista de lo que legítimamente le pertenece. [Todo esto queda claramente dicho en el segundo párrafo de la primera página de Mein Kampf: nadie que alguna vez lo haya abierto tiene derecho a decir que no se había enterado. Solo falta identificar al enemigo judío y bolchevique, cosa que hará pocas páginas después. No es frecuente que un líder político declare por adelantado, con esta sinceridad, hasta los más aberrantes aspectos de la política que piensa aplicar cuando alcance el poder].
Ya a los doce años, Hitler se enfrenta con su padre, un funcionario de aduanas que se oponía a la precoz vocación “artística” de su hijo. Ambos tenían un fuerte temperamento y al padre le aterraba la vida bohemia que imaginaba propia de los pintores y artistas. En la escuela de Linz, a la que ingresa de mala gana, el pequeño Adolf encuentra un profesor que le revela la historia del Sacro Imperio Germánico y pronto empieza a distinguir entre un Estado compuesto por un mosaico de nacionalidades —como lo era entonces el Imperio Austrohúngaro— y otro basado en una comunidad homogénea con profundas raíces comunes. Afirma que a los trece años ya estaba convencido de que Austria como potencia política tenía que desaparecer y habría que formar un nuevo Reich con ochenta millones de alemanes puros. [Evidentemente, su autobiografía está muy azucarada y aún más idealizada].
Tenía precisamente trece años cuando murió su padre y algo después su madre. Aún en la adolescencia, disfrutaba de una pequeña pensión por su condición de huérfano, pero no era suficiente ni para alimentarse. Lo cuenta con el habitual tono épico que da a todas sus memorias: “Con una maleta con ropa en la mano y con una voluntad inquebrantable en el corazón, salí rumbo a Viena. Tenía la esperanza de obtener del Destino lo que hacía 50 años le había sido posible a mi padre; también yo quería llegar a ser ”algo”, pero en ningún caso funcionario. (…) Las circunstancias me eran desde luego más propicias y lo que entonces me pareciera una rudeza del destino, lo considero hoy una sabiduría de la Providencia. En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia y también toda mi fortaleza. Pero más que a todo eso, doy todavía más valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por los cuales lucharía después”.

Una vida ejemplar y heroica, no cabe duda, al menos en su propia versión. Su primer objetivo fue ingresar en la Academia de Pintura, pero el rector rechazó la solicitud argumentando que sus dibujos no tenían ningún valor, aunque mostraban ciertas aptitudes para la arquitectura. Escribe Hitler: “Ese primer golpe de la adversidad me hirió profundamente. (…) Abandoné el despacho descorazonado y dudando de mí mismo por primera vez. Según el desarrollo de los acontecimientos, mis sueños de llegar a ser un artista notable eran absolutamente irrealizables”. El problema era que no tenía estudios elementales ni podía superar los exámenes de ingreso en la Escuela de Arquitectura. Tomó conciencia de que su desgana e indisciplina como escolar habían tenido consecuencias irreparables para su vocación artística. Empezó entonces un período de “miseria y privaciones”: se vio obligado a dormir en un asilo, entre fracasados, delincuentes y vagabundos. Sin oficio alguno había grandes dificultades para encontrar trabajo. Llegó a pasar hambre…
“Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor para ganarme el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel camarada que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo inexorable, todas las circunstancias de la vida. Si compraba un libro, exigía ella su tributo; adquirir un billete para la Opera, significaba también días de privación. ¡Que constante era la lucha con tan despiadada compañera! Y sin embargo en esa época aprendí más que en todos los tiempos pasados. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo”.
Asegura que en su época vienesa tomó conciencia de los dos grandes enemigos que tenía enfrente: el marxismo y el judaísmo; algo que muchos de sus biógrafos sitúan varios años después. Y también afirma que se formó una imagen del mundo que apenas modificaría más tarde. Una fe dura como una piedra, desde luego; y sobre esa piedra edificará su imperio.
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