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Lo más odioso de la comida de Navidad: pelmazos en la cocina, atracones o sobremesas eternas

Comer hasta atiborrarse, los que quieren ayudar y no ayudan, los turrones ‘creativos’ y la comida ‘lujosa’: estas son algunas de las cosas que más detestamos de las fiestas en El Comidista

Comida de Navidad

Los turrones, mazapanes y bebidas espumosas horteras se expanden como la peste en el supermercado, se escuchan coros infantiles que cantan por encima de los hercios soportables, todo se viste de rojo y dorado –o peor, de azul y plateado–, te entran ansias por comprar marisco antes de que se acabe –pero si tú nunca comes marisco…–, te ves en la obligación de comprar regalos, de participar de amigos invisibles con personas que no son tus amigos. Tu pulso se acelera y tu irritabilidad aumenta; tu cuerpo lo sabe: odias la Navidad. O al menos odias algo de la Navidad. Estamos aquí contigo, no te preocupes. Ya sabemos lo de “mal de muchos” etcétera, pero al menos nos reiremos de ello un rato: aquí os dejamos con todo lo que más detestamos los integrantes del equipo Comidista de la Navidad. Todo lo que tiene que ver con la comida, claro.

La Navidad a deshora

“Pues mira, has dado con un Grinch de manual”, dice nuestro compañero Rubén Galdón mientras empieza a ponerse verde. “No me acerco al centro de mi ciudad desde el mismo momento en el que se encienden las luces de Navidad y agradezco que en mi calle no haya alumbrado más allá de las farolas”. Disfruta de las celebraciones familiares y de la gastronomía típica en los días festivos en los que es necesario –es decir, tres o cuatro– pero le horripila todo lo navideño a destiempo. “No soporto que cada vez se alargue más la época navideña: no entiendo que haya gente comiendo turrón a principios de noviembre cuando aún no le ha hecho la digestión de los huesos de santo”, concluye con razón.

“¡La verdad es que a mí la Navidad me gusta mucho!”, cuenta Anna Mayer, pero haremos como que no la hemos oído. “Si tuviera que quejarme de algo, es que empieza cada vez antes, y esto hace que llegue al día 24 agotadísima y harta. De todo: de las luces, de los villancicos, de los panettones, turrones y mazapanes”; algo tenía que haber. Explica que como en España, donde la Navidad dura hasta el seis de enero –en Italia que acaba el 26 de diciembre, afortunados ellos–, la extensión se hace aún más dolorosa.

Pero es precavida y se obliga a una especie de “ascetismo navideño” para disfrutar los días de fiesta: tiene los regalos listos el ocho de diciembre para no entrar en pánico y compra muy pocos dulces, “en casa somos cinco, y hay una tableta de cada turrón –duro, blando y de chocolate– una caja de polvorones, una de mazapanes, un panettone y un pandoro, que se abren el día 24”.

La Navidad, así, en general

“Odio la navidad, y no es nuevo en mí. La odio desde que tengo memoria. Me parece todo tan falso como el tinte de Baltasar en las cabalgatas de Madrid”, dice nuestra compañera Eva Dallo sin rodeos. Evita a toda costa cenar fuera el 31 de diciembre porque cree que es el momento pico de probabilidad de estafa en un restaurante –y razón no le falta–, así que intenta disfrutar esta época del año con un pequeño círculo de personas con lo que se ha comido siempre en su tierra en Navidad: “Cardo, cordero, sopa cana, turrones locales. Sin panettone, gracias”. ¿Quién querría ir a un restaurante teniendo todas esas delicias? Nadie.

Los revientamenús

Pasamos, entonces, a quejarnos de la gente. El cabecilla Mikel López Iturriaga no puede con los que él llama revientamenús, esas personas que te aparecen en casa con aperitivos, platos o bebidas en plan sorpresa. “Tú te has currado un menú razonable y allí están ellos para reventártelo, porque por educación tienes que sacar a la mesa las cosas que han traído sin avisarte antes (y que probablemente no estarán muy buenas, porque las personas que hacen esto suelen comprar lo primero que ven por ahí)”, justifica. Pero lo que le pone de los nervios son las aportaciones ajenas que hay que terminar de preparar, “con el consiguiente cristo en la cocina”.

“A riesgo de parecer el auténtico Grinch”, advierte nuestra editora Mònica Escudero, que va por el mismo camino, “odio la idea de que todo el rato hay que comer con gente, siempre mucha gente”. ¿El Grinch? ¿Quién es el Grinch? Cuando eres la persona que cocina, como es su caso, la cantidad de gente importa porque la organización de las comidas colectivas es una carga mental: “Decidir qué trae cada uno cuando te lo preguntan, para que luego muchas veces traigan otra cosa, que no pasa nada, pero entonces, ¿para qué te hacen el lío?”. Eso que supuestamente se hace para que la persona encargada no tenga que cocinar tanto acaba por suponer el doble de trabajo. Ya sabes: si te dicen que lleves una tortilla, querido, llevas una tortilla, no unas croquetas.

Los invitados que llegan “a mesa puesta”

Seguimos en el capítulo “quejas sobre humanos”. “Siendo yo bastante navideña, lo que suele conllevar un humor positivo y benevolente ante algunas situaciones que pueden darse estas fechas”, explica Claudia Polo, “tengo bastante claro lo que me enfada profundamente”. A todos los fanses de la Navidad se les acaba viendo el plumero. Casi siempre les toca cocinar a su padre y a ella, que se pasan dos días trabajando con mucha ilusión y algún que otro berrinche –solo discuten en la cocina–, y lo que más le enerva es que la gente llegue tarde, como dice su progenitor, “a mesa puesta”. “Si te invitan a una casa a comer o cenar, lo mínimo que puedes hacer es plantarte un par de horas antes de la hora a la que habría que sentarse a la mesa (que suele ser la hora a la que te convocan)”, claro que sí, Claudia, dilo. “Llevas vino, das conversación, calientas un poco el ambiente y echas una mano si hace falta”.

Los “ayudantes” de cocina que no ayudan

En el polo opuesto de esta queja está la de Mikel López Iturriaga, que detesta con todo su ser que entren a la cocina mientras él está con todo el lío de la cena o la comida. La persona que quiere “ayudar” se transforma en carga porque, explica de manera muy clara, “a) no sabe dónde están las cosas y se lo tienes que decir, b) no tiene ni idea de hacer nada y hay que darle instrucciones y c) lo que hace lo hace mal y al final es doble trabajo para ti”.

“Mención especial para los que vienen a darte conversación con una copita de vino en la mano, cuando lo último que necesitas en esos momentos es a alguien comiéndote la oreja”, añade. Si aún así no puedes contener las ganas locas de echar una mano, toma nota de su mensaje: “Sed eficientes, no entorpezcáis el trabajo del cocinero/a y sobre todo estad CALLADOS”. ¡Señor, sí, señor!

La sopacracia

Nos sentamos, ahora sí, en la mesa. Unos canapés, unos langostinos, y luego, sopa. “Odio la sopacracia”, cuenta Helio Roque. “En mi familia no ha habido Nochebuena en la que no se haya servido de primero una sopa, apodada ‘consomé’ para fingir que es chic”, dice mientras suspira y pone los ojos en blanco. Pero todo cambió en 2023, año en el que Helio decidió tomar el poder del menú de esa noche de manera unilateral. “Lo celebré con una sopa de miso. Desde entonces, no más sopas”, concluye mientras Mafalda celebra en el fondo de la escena.

La necesidad de comer como si viniera el apocalipsis

Con el gran problema de todos los años nos hemos topado. Que parezca obligatorio embucharse durante dos semanas como si nos lo fueran a quitar es una de las cosas que detesta nuestro compañero Jorge Guitián de estas fechas festivas. “Comida tras comida, exceso tras exceso, instalando una sensación de apatía hacia la comida que acaba derivando fácilmente en asco y que, como te descuides, no te abandona hasta febrero”, explica.

Pero no es el único: Helen Santiago, que no ve nada en la Navidad que le encante –quizás, solo el Suchard– está en el mismo bando de rechazo hacia las cantidades inhumanas de comida. “Sé que muchos verán esto como algo positivo, pero yo no entiendo esas ganas de demostrar que no somos pobres a través del agasajo gastronómico. Al tercer banquete seguido, ya no se disfruta”, cuenta Helen. “Eso sí, con suerte, podrás comer sobras de pavo relleno un día tonto de mayo. Porque la Navidad dura lo que el tamaño de tu congelador te permita”.

La imposición de la comida cara y “lujosa”

Gambas, langostinos, bogavante, foie, cordero lechal, pularda, jamón ibérico de bellota… mientras la cuenta bancaria echa humo, pregúntate: ¿es eso lo que realmente te apetece comer? Mònica Escudero lo tiene claro: no. “En casa en Nochebuena cenamos durante años cochinita pibil y después hace un tiempo nos pasamos a los libritos con huevo y patatas fritas”, explica mientras se nos hace la boca agua. “En la misma línea, también prescindimos de los aperitivos en la comida de Navidad para que las gambas no nos distraigan, y poder rendirle homenaje a la escudella i carn d’olla que solo comemos una vez al año”. Ale, ya tienes vía libre para comer lo que quieras.

La sobremesa

“Lo que odio de la Navidad es hacer sobremesa”, confiesa Myrto Kalle, que también parece tener algún gen perdido de Grinch en su ADN. “Me encanta cocinar, decorar, limpiar, comprar, todo… pero no puedo estar sentada en la mesa durante mucho tiempo”, explica. En su lugar prefiere dar un paseo, dormir la siesta, sentarse en el sofá o hacer cualquier otra cosa, pero estar en la mesa no, no, no, y punto.

Los dulces que sobreviven el apocalipsis

“Los dulces que siguen por el medio hasta marzo porque alguien pensó que era necesario hacerse con un kilo más de polvorones con aroma de ron con pasas” es algo que detesta Jorge Guitián y yo también. Aún tengo pesadillas de cuando en el colegio nos hacían vender billetes de la lotería de Navidad y polvorones para recaudar dinero para el viaje de fin de curso. Mis padres –en un buenísimo acto de compasión– me compraban la mayoría y eso solo significaba algo: los polvorones llegaban hasta la Semana Santa. Qué horror –todo–, por Dios.

El turrón en todas sus encarnaciones

Eso es lo que aborrece nuestro compañero Òscar Broc. “Es inconcebible que un tocho tan pastoso y endulzado sea la niña bonita de las Navidades españolas”, dice a punto de abrir una campaña contra el dulce en change.org. También incluye en su odio navideño a los clásicos: “que me perdonen, pero el de yema me repugna, el turrón de Alicante me destroza los piños, el de chocolate (con esos molestos granos de arroz inflado) es un crimen contra la humanidad…”. Por si aún no era suficiente, añade el desvarío de los turrones de sabores raros: “una pérdida de papeles que cada año va a más”.

Mikel lo sabe bien: “puede que me quedara traumatizado después de la última cata que hicimos en El Comidista, pero temo los turrones creativos más que a la muerte”. Aunque no niega que pueda haber fórmulas que funcionen, no ve la necesidad de hacer turrones de donettes, de mojito o de plancton –¿alguien la ve?–. “En serio, son una horterada, y encima, carísimos”, remata. En el fondo aún se escucha a Òscar: “Juro por las barbas de Barry White que ante la disyuntiva turrón-polvorón siempre estaré con el segundo”.

La creatividad (¿o pretensión?) navideña

Aprovechamos el desvarío de los turrones para darle caña al exceso de creatividad de los productos navideños en general. “Parafraseando al replicante de Blade Runner, ‘he visto cosas que vosotros no creeríais’”, empieza Daniela Santos. “Panettones rellenos con crema de chocolate, y nubes y cookies (todo a la vez); turrón de matcha (¿de verdad es necesario?), barquillos bañados de un chocolate verde con sabor (ejem) a pistacho y todo tipo de cosas trufadas para la ocasión: burrata, tortilla de patatas, patatas chips, pasta…”, enumera advirtiendo que podría aquí tirarse la tarde con más fakes gastronómicos.

Incluye también en este apartado los platos pretenciosos que se inventan algunos restaurantes en los menús navideños para grupos. “Propuestas como “salmón con arroz negro y alioli de maracuyá”, “coca de sardinas con mango”, “espejo de jugo de carne”, “mousse de foie con pato caramelizado”, me ponen de los nervios y me sacan humo por las orejas. En ese orden”, despotrica.

El vino caliente, otra cosa innecesaria

“Hay algo que cada vez está entrando con más fuerza y está en mi catálogo de cosas a hatear: el vino caliente especiado”, dice Rubén Galdón. Está a favor siempre de importar tradiciones gastronómicas, pero lo de calentar vino y quitarle absolutamente todo el sabor natural echándole especias comenta que lo tiene hablando solo contra la pared. “Es peor que beber kalimotxo del malo en un parque”, reclama.

El roscón, el famoso roscón

¡Buf!, cómo ha costado, pero ya hemos llegado al día de Reyes. “Yo no no voy a perder la oportunidad de quejarme, que para eso soy española –equis de–, e iniciar una polémica tan vacía como la cebolla sí/no en la tortilla”, dice nuestra compañera Miriam García entre risas. “Los roscones de Reyes rellenos… ¿por qué hay que cometer esta tropelía?” se pregunta. Nos invita a reflexionar: si en un roscón la tercera parte del volumen –se nota que estudió Ciencias Químicas– es relleno, “¿no implica, de alguna forma, reconocer que esa masa no está tan buena y por eso hay que amenizarla con un relleno empalagoso? ¿Se trata de dar al cliente una supuesta variedad de elección o de enmascarar masas de escasa calidad atiborradas de mejorantes panarios y agua de azahar?”.

Aunque cree que el roscón es un bolo suizo con ínfulas, reconoce que hace algunos años despuntan pastelerías que preparan algunos razonables pero que aún así, en nombre de la tradición rosconera, “muchos os tragáis productos infumables rebozados en nata endulzada hasta el límite y trufa sospechosa”.

“Como tengo ya más años que un bosque, recuerdo esa Arcadia en la que los roscones no se rellenaban y las sorpresas no daban vergüenza ajena”, continúa Miriam que, por si no se notaba, no es muy forofa de este dulce, a pesar de impartir hace siete años cursos de roscón casero para aficionados en la escuela Alambique de Madrid. “Si rebuscas un poco encontrarás masas decentes con adornos que aportan y que tienen valor por sí mismas, sin rellenos. ¿Son más caros estos roscones que los de las grandes superficies? Pues claro, pero en teoría solo te comes uno o dos roscones al año, pardiez. Hala, qué a gustico me he quedado”. Y nosotros también. ¡Feliz Navidark!

Y tú, ¿qué es lo que más detestas de la Navidad? Comparte tus fobias en los comentarios.

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Sobre la firma

Julia Laich
Redactora y guionista, principalmente de gastronomía. Sus textos y recetas han aparecido en EL PAÍS, Bestial! (RTVE), Revista NT y Bon Viveur. Es cofundadora de Bizio, una pequeña productora de sidra vasca, y gestiona el área digital de la revista argentina Anchoa. Graduada en Comunicación Audiovisual y Máster en Reportaje y Documental Transmedia.
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