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Columna
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Contra desayunar en la cama

¿En qué universo tiene sentido romantizar algo que uno hace cuando está enfermo o convaleciente?

Desayuno en la cama
Maria Nicolau

El sueño de la razón produce monstruos y, entre la falta de escuela y la lentitud pastosa con que pasan las horas en verano, los niños en casa tienen ideas. “¡Mamá, mañana te traigo el desayuno a la cama!”. Por favor, no.

Hay pocos temas capaces de unir al mundo en torno a una sola opinión unánime. Uno de ellos es el de las migas en las sábanas. Irritan a todos. En inglés, la expresión “I would let you eat crackers on my bed anytime” —que podría traducirse como “te dejaría comer galletas en mi cama cuando quisieras”— significa estar dispuesto a sufrir el tormento de los restos de comida entre cojines a cambio de un rato de intimidad.

En este país vivimos imbuidos de una suerte de espíritu de Bienvenido Míster Marshall perenne y tenemos una facilidad pasmosa para autocensurarnos hasta el punto de mandar callar el sentido común más elemental y comprar, con entusiasmo, cualquier moto que nos quieran vender por la tele. Nos pasó con los cupcakes, y casi una década duró la broma de pagar seis euros por un pastelito seco cubierto de un dedo de azúcar y colorante. Nos pasó con el Black Friday, ahí estamos, abalanzándonos a las compras absurdas durante una semana de descuentos masivos, olvidando que es como jugar al casino y siempre gana la banca. Nos pasó con el prime time, y tenemos a medio país con la salvajada de acostarse a las dos de la madrugada para poder ver terminar su programa favorito. Nos pasó con la Coca-Cola, y hoy nos cuesta Dios y ayuda reconducir la opinión pública hacia la certeza de que el agua ha sido siempre más buena, más bonita y más barata que la felicidad con etiqueta roja y envase de 33cl.

Así que esta vez me adelanto a lo que está por venir y proclamo una obviedad: el desayuno en la cama es una guarrada de proporciones bíblicas.

Series, películas e influencers americanos se emperran en presentar la escena del desayuno en la cama como algo deseable, romántico, bucólico y feliz. Pero ¿en qué universo tiene sentido romantizar algo que uno hace cuando está enfermo o convaleciente?

Los dos años que viví en París desayuné, comí y cené en la cama. Porque la cama también era sofá y el sofá hacía las veces de asiento para la mesa de comedor. Porque en las grandes capitales europeas, vivir en un apartamento de más de 20 metros cuadrados es vivir en un palacio. Desayunar en la cama sólo es aceptable cuando es la última consecuencia de tener que pagar una fortuna por vivir en un armario con ventanas.

Más allá de esta casuística, comer en la cama es una salvajada que conduce a dormir entre cosas que pinchan y que no se van a ir, aunque sacudas las sábanas y pases la mano tres veces. El aceite de las tostadas, si no te lo echas por encima, termina en la sábana bajera o en la almohada: con los ojos llenos de legañas, ¿quién es capaz de distinguir entre la servilleta y la funda del cojín? Conseguirlo es tan imposible como encontrar la forma de colocar las piernas para que la bandeja se mantenga en pie y estable, sin que se vuelque el zumo de naranja o sin quemarte con café los muslos.

En el caso de que, por suerte, uno consiguiera encontrar la postura, entonces es necesario soportarla todo lo que dure la pantomima, sin sucumbir a las rampas en las pantorrillas, a la migraña que da apoyar la cabeza contra la pared, ni al pensamiento insistente de que después de haber sostenido un culo durante una hora, esa almohada anatómica de aloe vera que costó un dineral no va a recuperar nunca más su forma original.

El más feliz de la escena será, sin duda, el viejo amigo reflujo, que se alegra muchísimo de esta nueva moda de comer recostado en precario. En su momento dimos por buena la afirmación de que “el desayuno es la comida más importante del día”, contra la realidad de que la gente común y corriente no tiene hambre nada más levantarse, con la boca aún hecha un estropajo de babas secas.

También es una ilusión pensar que el encargado de preparar ese desayuno, sean los críos o tu pareja, se va a levantar antes para hacer huevos con beicon o pastelitos con sirope y uno podrá seguir durmiendo plácidamente. Seamos realistas. Si alguien en casa se ha puesto el despertador dos horas antes para hacer la gracia, esas son dos horas de sueño perdido para todo el mundo.

Digo no a adoptar los usos de una princesa medieval tuberculosa. Ya hemos importado suficientes tonterías de comedia romántica americana. Antes que convertir mi cama en un área de picnic, prefiero dormir hasta tarde y hacerme yo misma el café.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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